Quienes hemos usado y abusado de los viajes en ferrocarril sabemos de la liviandad que siempre han proporcionado los aseos y urinarios de apeaderos y estaciones. A partir de ahora habrá que recordar a los sufridos viajeros provincianos que se desplacen en tren a Madrid que deberán ser precavidos y llegar a la estación de Puerta de Atocha con los deberes fisiológicos realizados, o lo que es lo mismo, miccionados y hasta evacuados, salvo que quieran gravar su pecunio con uno o medio euro, que es el precio que se estima costará a todo usuario la visita a los, hasta ahora, aseos públicos de la estación madrileña. Adif, la empresa pública que gestiona las infraestructuras ha anunciado la externalización de la gestión de los mismos “ para mejorar la calidad del servicio a los usuarios”.
La cuestión no es baladí si se tiene en cuenta que los urinarios públicos surgieron por una necesidad higiénica común. Al parecer, la empresa ferroviaria ha puesto ojo avizor en el negocio. Pero a la par que han reparado en los pingües beneficios económicos que pueden proporcionar los desechos humanos, -Almería no es ajena, pues no olvidemos los casi cinco mil euros de multas recaudados, años atrás, por orinar en la vía pública -, también han podido considerar la mejora de los urinarios actuales, dotándoles, -como ya tuvo alguno de los primeros aseos públicos madrileños- de gabinete de lectura o despacho de licores. Pero no, se margina al viajero, al taxista y al anciano –principales perjudicados-. Tal vez deberían recordar el dicho popular a que dio origen la multa de dos reales por orinar en la calle, impuesta a finales del siglo XIX por el Duque de Sesto, alcalde madrileño obsesionado por la higiene pública: “Dos reales por mear/¡Caramba qué caro es esto¡/¿Cuánto querrá por cagar/ el Señor Duque de Sesto”. Así que no desprecien sus micciones, todas tienen un precio.
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