Al extinto Jesús Gil y Gil no puede regateársele el mérito, espantoso, de haber instituido en España la más moderna fórmula de corrupción política, vigente en la actualidad. Antes de su desembarco en el Ayuntamiento de Marbella, los ladrones y los mafiosos tenían que "contratar" los servicios de los políticos que tenían de su mano las llaves de la caja o la facultad de torcer la ley, pero este sistema presentaba dos inconvenientes para los bandidos: no todos los políticos se dejaban contratar, y a los que sí se dejaban había que darles, como es natural, su mordida.
¿Por qué, entonces, no acceder directamente a las instituciones, sin intermediarios?, se preguntaron los rufianes, y así el señor Gil, auxiliado por la extrema debilidad de la democracia española y por la inoperancia de sus mecanismos de control, se presentó en la localidad malagueña acompañado de una turba de sinvergüenzas extraídos de la sentinas de la sociedad.
Como creó rápidamente escuela, su fallecimiento no alteró la deriva que los electores habían consagrado suicidamente, con su voto, y otros llegaron para sucederle y repartirse los restos del botín. Muchos de esos otros acaban de escuchar sus sentencias tras el proceso de lo que se ha dado en conocer como Caso Malaya, y al margen de la valoración de las penas, cabe señalar con desconsuelo que los efectos del mal que esa gente hizo no se disipan con ellas.
Al saqueo brutal, minucioso y continuado de los bienes públicos, con su ingeniería de sobornos, cohechos, blanqueos, comisiones, leyes a la carta, sobresueldos y cajas B, hay que añadir la irreversibilidad del inmenso daño: con 150.000 habitantes empadronados, y otros tantos sin empadronar, Marbella dispone de sólo dos ambulatorios decrépitos, un transporte público tercermundista y un gasto en personal del Consistorio que se come más de la mitad del presupuesto. ¿Devolverán los sentenciados cuanto robaron? ¿Sería monstruoso condicionar el término de las condenas a la devolución del último céntimo?
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