Además de constituir una ocasión para cumplir con las tradiciones vinculadas a los difuntos que según el lugar ofrecen un amplio y variado programa de usos y costumbres, a los que la mayoría de los humanos nos aferramos por diversos motivos, las festividades del Día de Todos los Santos y de los Difuntos constituyen un reclamo informativo al que pocos medios pueden sustraerse. Ejemplos haberlos, ya que es comprensible que un tema de tamaña trascendencia sea objeto de letra impresa, de palabra y de imagen, sobre todo en fechas tan señaladas.
A poco que activemos cualquier medio nos sorprenden las últimas novedades en modelos de cajas fúnebres, los más avanzados métodos para la cremación, o la penúltima recopilación de epitafios y frases célebres del mapa sepulturero mundial, actividades que, por otra parte, no dejan de poseer un importante componente lucrativo. En relación con los epitafios, hay que reconocer la originalidad y valía de muchos de ellos que han alcanzado la gloria antes que sus propios autores. Aún con todo el reconocimiento de los mismos, un servidor se decanta más por los pensamientos, despedidas y sentencias de los vivos en vida.
Guiado por esta tendencia encontré hace unos días una reseña publicada en Crónica, que contiene la despedida magistral, de uno de los autores clave de la literatura española del pasado siglo, Ramón del Vallé-Inclán. Antes de su muerte, enfermo y aquejado, Valle Inclán recibió en su casa a la periodista Josefina Carabias, quien acudió para hacerle una entrevista.
El dramaturgo, después de dar cuenta de su obsesión con la muerte, respondió a la redactora con el inicio de unos versos: “Reportero, te dejo mi cadáver…” La periodista quedó sobrecogida y desconcertada. Días después el escritor murió. ¿Habrá despedida más generosa de la vida?.
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