Apenas balbucea nuestro idioma cuando se acerca a los clientes que a esa hora de la tarde se agolpan en la cafetería. Mamadou, 33 años, natural de Costa de Marfil, se desenvuelve con sensación de semiclandestinidad y es que ha pasado por innumerables vicisitudes hasta conseguir asentarse en esta tierra del Sur. Como otros muchos inmigrantes consigue unos pocos euros, entre dos y cinco diarios de media, con la venta ambulante de la que quienes verdaderamente se lucran son los señores del negocio. Mamadou goza de cierta familiaridad con de la clientela. Un día en que andaba cansado de recorrer calles y terrazas se sentó a compartir un té.
Mamadou llegó a nuestro país tras un año de peregrinaje por una de las rutas del hambre migratoria, la del centro - Costa de Marfil, Agaden, en Niger, Tamanrasset y Maghnia en Argelia, y Oujda en Marruecos- y tras el abono de algunos miles de euros que toda su familia había conseguido reunir. Una vez en el país vecino el inmigrante debió pasar por el purgatorio del Gurugú antes de frustrar en dos ocasiones su pase al territorio comunitario de Melilla a través del salto de la valla que delimita el primer mundo del resto. Un golpe de suerte le permitió, unos meses después, lograr su objetivo tras embarcarse en una camuflada embarcación de recreo que arribó a las costas andaluzas. En la dura y penosa experiencia del joven inmigrante perviven como señas de identidad las cicatrices de las heridas ocasionadas por las alambradas con cuchillas tipo concertina de la valla melillense, esa “disuasoria” herramienta gubernamental y comunitaria que desgarra los cuerpos desesperados, que destroza a jirones la piel de los parias de este mundo en su legitimo derecho de buscar pan para su hambre. Son las cuchillas de la vergüenza, como las ha definido el Padre Angel, premio Principe de Asturias.
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