El funeral oficial por Nelson Mandela reúne este martes en Johannesburgo a los grandes mandatarios del mundo. Llegan dispuestos a canonizar al gran hombre. Tienen necesidad, incluido el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, de convertir la despedida de Mandela en un efecto multiplicador del mito. No solo los dirigentes de Sudáfrica y del resto del mundo. También los pueblos, y sobre todo las gentes, necesitan los mitos para mirarse en esos espejos. En realidad, para que esos espejos sean la excusa perfecta de sus debilidades, las de todos nosotros.
De ese modo, los actuales gobernantes de Sudáfrica, empezando por su presidente, Jacob Zuma, incapaces de redimir al país de la corrupción, la desigualdad y la pobreza, con una incipiente clase media muy ancha para un 20% de blancos (95%) y muy estrecha para un 80% de negros (5%), han necesitado organizar unos funerales que deslumbren al mundo. Es su forma de hacer creer a todos que el legado y el ejemplo de Mandela siguen vivos. Pero eso no es verdad.
El instrumento político utilizado por Mandela para conseguir una transición pacífica del apartheid racial a la igualdad democrática, el Congreso Nacional Africano, ya ha sufrido dos escisiones y ha derivado en un conglomerado de ideas y estrategias con todos los inconvenientes de los partidos hegemónicos.
Y tampoco son ejemplares los comportamientos del líder del partido y presidente del Gobierno, Jacob Zuma, cuya poligamia le sale cara al Estado y está siendo investigado por presunta corrupción.
Otra cosa es la desaparecida figura de Nelson Mandela y las universales ideas que defendió a lo largo de su vida. Las defendió y las aplicó, incluso desde la más alta magistratura del poder en su propio país, que conquistó en los años noventa, después de haber permanecido más de un cuarto de siglo en la cárcel.
Una de esas ideas, de especial interés para la España agobiada de aquí y ahora, es el diálogo entre contrarios en aras del interés general.
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