Hubo un tiempo lejano en el que la Navidad empezaba de oído, cuando las mañanas de finales de diciembre se calentaban en las casas con el sonsoniquete musical de los niños de San Ildefonso cantando décimos y pesetas entre el ronroneo de los bombos. Los niños ya estábamos de vacaciones y cualquier cosa que se hiciera en la mañana del día del Sorteo de Navidad dejaba en el cuarto de estar el eco del paso esquivo de la fortuna. Parece que fuera hace mil años y en otro país. Uno, que va teniendo ya una edad, recuerda que no había Navidad hasta que no salía en la tele una señora en la puerta de su casa, despeinada y en bata y brindando con un vaso de plástico. Ahí era cuando, de verdad, empezaba la cosa. Pero eran otros tiempos, ya digo, y tampoco viene a cuento dolerse porque la nostalgia que pueden provocar esas escenas (algarabía y espumoso caliente) resulta escasamente apetecible. Ahora que las tradiciones han salido del calendario para instalarse en las cuentas de resultados, hay que estirar el invento lo máximo posible para aprovechar el tirón de la campaña, aunque sea a costa de sacarla de su tiempo natural. Y allá cada cual con sus estrategias comerciales, pero a este paso va a llegar el momento en el que coincidiendo con el último petardazo de la traca final de Feria, los comercios almerienses empezarán a poner luces navideñas en sus escaparates. Pero tal como está la cosa, la posibilidad de considerar el riesgo de agotamiento del fenómeno por una sobreexplotación es como hablarle del comandante Costeau a los que todavía pescan con dinamita. Asumamos, pues, el adelantamiento económico de la cosa navideña como parte de nuestra contribución al empujón que acabe sacándonos de la crisis y participemos con alegría en las numerosas comidas y cenas que se avecinan, etcétera. Total, aunque cada vez más larga, es sólo una vez al año.
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