Huya el lector en lo posible de pedir favores, y huya más si cabe de los favores que se le quieren hacer a uno sin haberlos pedido siquiera. Todos se pagan. Todos han de devolverse. Y nunca se sabe cuándo, cómo ni con qué intereses. A Blesa, por ejemplo, se le presentó la ocasión de devolver el que le había hecho Aznar colocándole en la cúspide del banco del PP, que no en otra cosa se convirtió la tricentenaria Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid bajo el control político de esa partida, perdón, de ese partido.
Pero Blesa había olvidado el favor por hallarse imbuido de la idea de que las cacerías de corzos en Hungría, los yates, las mansiones, los millones, los bureos por Sotogrande y la Costa Azul, los Ferraris y todas esas marcianadas eran producto exclusivo de sus méritos y de su talento. El gran hacedor de las Preferentes, mediante las cuales los patrimonios de la gente trabajadora, previsora y honrada pasaron a poder de su Caja porque sí, debía su cargo, su chollo, su bicoca, al munificente Aznar, pero cuando éste, vaya usted a saber por qué, le quiso vender a Caja Madrid la colección de un pintor amigo suyo por 56 millones de euros, Blesa no estuvo a la altura de las circunstancias y dejó que la sensatez de Spottorno tumbara, por delirante, el negocio. Aznar quedó triste, y Gallardón, que estaba por facilitar la operación, molesto. Pero fue el hijo del propio Aznar el que le hizo los más agrios reproches en otro correo que quedó inscrito en la misma nube donde habitan los 8.000 e-mails que, en mala hora para Blesa, cayeron en poder del juez Elpidio José Silva. Ay, los favores. Qué mala cosa son, así se devuelvan o no. Y no digamos cuando el favor consiste en entregar a un amiguete la llave de la Caja donde la gente trabajadora, previsora y honrada guardaba sus ahorros. Pero lo mismo es que Blesa supuso que ese favor se devolvía en sí mismo, él solo.
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