En el meridiano del periodo navideño vivimos, tal vez de forma voluntaria en algunos casos, e involuntaria en otros, sumidos en un estado de alienación por los usos y costumbres de estos festejos que nos llevan a ejercitar actitudes y composturas que en otras calendas nos resultarían, al menos, extrañas e infrecuentes. Realmente nos hemos detenido a pensar, por ejemplo, en los excesos que cometemos en todo durante estos días. Acaso hemos reparado en la ingente cantidad de alimentos y comidas que acaban en la basura porque no hemos tenido la mínima preocupación de pensar y planificar con cierta mesura a la hora de cargar la despensa o de llenar la nevera, congeladores y otros útiles de conservación. La Navidad y sus fiestas allegadas nos convierten en depravados consumidores que actuamos de tal guisa que pareciera que andamos sobre el filo del abismo de esta vida y quisiéramos aprovechar ese último momento de nuestra existencia en todos los órdenes. Aún no hemos salido de la resaca festiva navideña cuando apenas nos restan dos días para el cambio de año, una simple alteración de un número del calendario, con todo cuanto ello supone en nuestra cultura teatral: desde los atrezzos para la despedida de los doce campanadas, las viandas y elixires alcohólicos, a las rituales explosiones de amor, cariño y fraternidad por doquier que, como todos sabemos, en muchas ocasiones son más de artificio protocolario que de buena voluntad.
La verdad es que tampoco debiéramos extrañar mucho estos procedimientos. No son sino proyecciones de la vida misma a la que cada día encuentro mayor similitud con la justa y acertada definición que de las artes amatorias y prácticas sexuales hiciera el escritor, político y diplomático Lord Chesterfield: Tienen un placer efímero, unas consecuencias desproporcionadas y unas posturas ridículas. La vida y la Navidad también participan de la teoría de Chesterfield, pues son paralelas.
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