En esta mañana del día de los Reyes Magos a buen seguro que numerosos pequeños –y algunos mayores- solo se sienten sumergidos en un estado extraño que les impide ver más allá del gozo y alegría que la ilusión propia del momento les proporciona, amén de un cierta sensación de ensoñación. Es el resultado de los pequeños sueños cumplidos gracias a la magia de los tres magos que según la tradición de los cristianos llevaron oro, incienso y mirra al primer Niño de Belén. Tradición, leyenda, historia, séase cuanto cada cual quiera, lo cierto es que la jornada de hoy es la más deseada por la mayoría de los niños que ven en ella la ocasión certera para conseguir cuantos bienes, juguetes, enseres y otros elementos han logrado apropiarse de su voluntad. Una voluntad que es dirigida al albur de las modas y el marketing de los grandes grupos multinacionales bajo el paraguas del consumo. Una voluntad que año tras año, década tras década, ha cambiado en función de los intereses del mercado.
La clásica pelota, el camión de cuatro ejes, el caballito de cartón o los socorridos revólveres de antaño han mutado en los más sofisticados instrumentos de la era tecnológica. Con mayor o menor acierto, la verdad es que todos estos obsequios que han llegado y llegan a las manos infantiles siempre están impregnados de un sello inconfundible de satisfacción y alegría.
Hasta aquí, digamos la versión media-normal de la fiesta que hoy celebra el mundo infantil, especialmente. Sin embargo, frente a ese panorama de una fiesta de Reyes de una parte del mundo que nos rodea hay otro paisaje desolador en el que ni la magia es tal ni los magos obtienen resultado con su poder. Es el otro mundo del planeta que a veces nos roza la piel y no lo percibimos. Como el universo del joven acogido en un centro social que desde hace años siempre hace la misma petición a los Reyes: “Quiero la sombra, mi sombra”. Y es que tal es su soledad que ni siquiera encuentra su propia sombra.
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