Sólo hay una cosa peor que no hacer nada: hacer algo porque algo hay que hacer. El PP andaluz se debate desde las últimas elecciones autonómicas en una situación endiablada por la dificultad de encontrar la salida más razonable al laberinto marcado por la ausencia de liderazgo en el que se encuentra encerrado desde entonces.
Desde aquella victoria insuficiente en que la aritmética parlamentaria le dio el gobierno a la izquierda, los populares han corrido sin tino y sin mesura hacia el acantilado. El fracaso inesperado les situó en un escenario para el que no estaban preparados y desde aquella sorpresa imprevista han ido acumulando errores irremediables.
Dimisión El primero fue la dimisión de Arenas. Es cierto que el líder del PP no alcanzó el poder que todos, incluidos los socialistas, le pronosticaban. Pero al desencanto de aquella noche no se le debió responder nunca con la asunción apresurada de una responsabilidad que nadie le imputaba. Arenas no ganó el gobierno, pero su trabajo por posicionar al PP como primera fuerza política por primera vez en treinta años en Andalucía, le concedía el crédito suficiente para no apresurarse en una decisión motivaba por la decepción personal, pero, también, por el desaliento de los que más estaban obligados a alentarle. La victoria tiene muchos padres mientras la derrota es huérfana y aquellos que están prestos a acudir en auxilio del vencedor son los mismos que abandonan a su soledad al derrotado. Arenas se abandonó a la amargura de la decepción, pero quienes debían asistirlo en aquellas horas de desaliento se ausentaron de un escenario vital en el que ellos estaban allí porque así lo había querido aquel al que ahora respondían con el olvido.
Amistad Los amigos son aquellos que acuden cuando los llamas porque estás bien y aquellos que acuden cuando no los llamas porque estás mal. Ya sé que política y amistad, como el agua y el aceite, son incompatibles, nunca confluirán. Pero esta incompatibilidad no obliga al olvido del desagradecimiento.
Arenas se sintió sólo y quienes a su debilidad emocional debían haber respondido con el rigor de los argumentos se olvidaron de dónde venían sin darse cuenta que, actuado así, iniciaban un camino sin diseño táctico y sin relato estratégico. Sólo así puede entenderse que alcanzaran el acuerdo de proponer a Zoido para presidir el partido cuando el elegido nunca aspiró con convicción a recorrer el camino al que, desde ese momento, se le obligaba. Zoido se mueve con soltura en medio del azahar de la semana santa sevillana, pero no estaba preparado para el viacrucis de un jueves santo, sabiendo, como sabía, que nada ni nadie le garantiza que, al final de esa vía dolorosa de cuatro años en la oposición, no acabara crucificado en el Gólgota de una nueva derrota. El fracaso estaba cantado y sólo había que sentarse a esperar.
Treinta años Pero la espera no es una estación en la que los populares se sientan cómodos. Quizá porque lleven más de treinta años, como Penélope, sentados en el andén, moviendo el abanico mientras ven pasar el tren, una consulta electoral tras otra, sin posibilidad de abandonar su banco en la oposición. La sensación de derrota fue tan amarga hace dos años que todavía no han sido capaces de aprender que el motivo de los últimos fracasos es quizá menos imputable a los aciertos socialistas que a sus propios errores.
Tendencia Cuando un partido lleva más de treinta años, treinta, en la oposición debe reflexionar sobre los motivos de tan dura condena democr&aac
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