La Comisión Regional contra el Fraude, integrada por los responsables de la Agencia Tributaria, el INSS, Tesorería de la Seguridad Social, la Inspección de Trabajo y SEPE ha señalado que casi el 35% de los contratos falsos anulados en Andalucía se habían firmado en Almería. Muy bien, hombre, que no se diga que aquí estamos esquinados en todo. Es más; según los datos ofrecidos por la delegada del Gobierno en Andalucía, Carmen Crespo, el 25% de los desempleados investigados por la Seguridad Social en nuestra provincia cobraba el paro y a la vez estaba trabajando. ¿Quiere decir eso que los almerienses somos especialmente golfos? Pues no. Eso significa que somos ladrones, embusteros, que nos gusta el juego y el vino y que nuestra niñez sigue jugando en la arena del Zapillo. Vamos, que somos más mediterráneos que el que escribió la copla. Nos dolerá más o menos, pero lo cierto es que España es un país impermeable a la honestidad en el que el fraude ha de contemplarse desde un prisma más cualitativo que cuantitativo, porque no es que se mienta más o menos: se miente hasta el límite de las posibilidades de cada uno. Lo digo porque si hacemos buena la sentencia unamuniana de que “para ser universal hay que ser local”, lo de Almería es un simple botón de muestra de cómo está el Patio de Monipodio nacional. Por lo tanto, que aparezcan parlamentarios, tesoreros, príncipes consortes, rinconetes o cortadillos con sacas llenas de lo que no es suyo no es sino la consecuencia de dar a un español la posibilidad de dejarse llevar por la lustrosa pendiente del engaño que le corresponde por elección, designación, matrimonio o cuna. ¿La culpa? Mi teoría personal es sacramental: la Iglesia Católica y el confesionario individual que todo lo absuelve. No existe la responsabilidad colectiva de los protestantes, a quienes el buen Dios español confunda. Y así nos va.
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