El bombazo informativo del lunes encaja a la perfección en los tiempos de mudanza, y sin embargo de tribulación, que corren. Hemos de vivirlos de la manera más conveniente a nuestro futuro como país. Podemos recordar la triple crisis política, económica e institucional que nos aqueja o podemos aludir simplemente a un escandaloso desgaste de materiales después de treinta y siete años de fecunda historia democrática.
En todo caso, la Monarquía es una de esas piezas ahormadas en el consenso de 1978 que está pidiendo a gritos una puesta al día. El propio don Juan Carlos ha venido a reconocerlo. No es la única. Que se lo pregunten al sistema financiero, al sistema judicial, a los sindicatos. Que se lo pregunten a los dos partidos políticos centrales de nuestro sistema de representación, que han perdido en torno a los doce millones de votos desde las últimas elecciones generales (noviembre de 2011). O al llamado Estado de las Autonomías, cuyos cimientos se tambalean, y no solamente por el órdago de los nacionalistas catalanes, pues hemos visto también cómo por razones de financiación riñen ciertas Comunidades con el Gobierno Central, o algunas Comunidades entre sí, incluso las gobernadas por el mismo partido.
La consecuencia de todo eso es la desafección y el desaliento de los ciudadanos, ante una situación económica y política que evidencia la incapacidad del resto de las instituciones para recuperar una España medianamente habitable. Además de la incapacidad, en el caso de la Monarquía se une la valiosa colaboración de sus cabezas más visibles, en términos de ejemplaridad y transparencia. Lo cual le ha dado perfiles propios al desgaste. Esos perfiles son básicamente dos: la salud del monarca y el creciente desprestigio de la institución, que deben conjugarse con el generalizado desprestigio de la vida pública. Lo demás responde a un cálculo de oportunidad respecto al momento de anunciar la abdicación, el que la Casa del Rey valoró como el más adecuado, una vez tomada la decisión y una vez estudiada la forma de escenificarla. Este aspecto de la cuestión está perfectamente reflejado en las palabras del Rey cuando se dirigió a los españoles el lunes a mediodía, al hablar de que ya se había producido su "recuperación física e institucional". Una piadosa manera de decir que la renuncia al trono no debía ser vergonzante. No lo ha sido, pero tampoco puede decirse que los españoles lamenten o desaprueben dicha renuncia. Simplemente, a la luz de las propias razones esgrimidas por el interesado: necesidad de una renovación generacional. Esa necesidad va a quedar sobradamente cubierta dentro de unos días con la proclamación del príncipe de Asturias como Rey de España, con el nombre de Felipe VI. Cercanía, rigor, inteligencia política, conocimiento, sensatez y capacidad comunicadora. Esas son sus gracias. Larga vida a don Felipe, que ya se ha revelado como un perfecto conocedor del oficio de Rey.
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