Muchos padres sólo saben lo que hacen sus hijos adolescentes gracias a Facebook.
Lo malo, en mi caso, es que me di de baja del invento hace tres años y desde entonces apenas si estoy al tanto de lo que pasa en el mundo. Menos aún de lo que hacen mis hijos. Antes, al menos, me enteraba de las fiestas que hacían por las fotos que colgaban en su página electrónica, de los amigos que tenían y hasta de cómo les iban en su vida profesional. Ahora, ni pum.
Las razones de darme de baja habían sido contundentes: me sentía agobiado con peticiones de amistad de gente desconocida, recibía correspondencia indeseada y muchas veces indeseable, asociaban a mi perfil fotos de personas que detesto, me invitaban a eventos que no me interesan, pedían mi adhesión a campañas cuyos objetivos no comparto… En fin, nada distinto a lo que les sucede a los demás; pero al menos sí que me enteraba de lo que hacían mis hijos.
Por eso me he visto obligado a volver.
En mis casi cuatro años de ausencia, poco ha cambiado. Al revés, las redes sociales se han multiplicado hasta el infinito. He descubierto blogs que en realidad son páginas de contacto encubiertas, otros que te hacen ofertas de trabajo imposibles, webs que publican tus escritos a cambio de sacarte una pasta… y una infección generalizada de políticos y de aspirantes a serlo —aunque presuman de estar indignados con el Sistema— que nos comen el coco con noticias sin contrastar, opiniones camufladas y rumores malintencionados.
Lo peor de este ruidoso bombardeo mediático es que resulta difícil deslindar la verdad de la mentira. Pero no existe alternativa. Como uno no recibe ya christmas por Navidad ni postales turísticas de sus hijos, o se agarra a Facebook o se queda para vestir santos.
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