La política monetaria en la mayoría de los países avanzados está sufriendo importantes transformaciones en los últimos años. Con un entorno de tipos de interés de intervención y mayoristas extremadamente bajos, incluso negativos, y con el ajuste sobrevenido de las primas de riesgo, algunos países han cambiado de correa de transmisión en el ámbito de la política monetaria, y el tipo de cambio, frente al tipo de interés, se ha convertido en el principal instrumento de aquella, propiciando el inicio de una situación larvada de devaluaciones competitivas o de guerra de divisas.
La deflación y la caída del precio del petróleo, la crisis económica, el sobreendeudamiento público y privado, así como la necesidad de reactivar el crédito en el ámbito de la economía real, están sirviendo de coartadas para una guerra de divisas encubierta que puede generar importantes tensiones cambiarias y una gran inestabilidad económico-financiera a escala global. Y no hay que olvidar que, por regla general y a corto plazo, las guerras de divisas, utilizando la terminología de la teoría de juegos, es una fenómeno de suma cero, cuya estrategia, eminentemente cortoplacista, se centra en empobrecer al vecino. Es decir, lo que gana un país lo pierde otro, generándose una preocupante desconfianza en el terreno económico, y, subsecuentemente, un deterioro de la coordinación monetaria internacional. De ahí que la probabilidad de que se produzcan escaladas devaluatorias frente al dólar es muy elevada. En concreto, el pasado enero, el Banco Nacional de Suiza sorprendía a los mercados de divisas con la desvinculación de la cotización del franco con respecto al euro, generando una auténtica tormenta cambiaria cuyos efectos, en términos de volatilidad, van a persistir durante mucho tiempo. Numerosos países de una gran relevancia económica están propiciando la devaluación de sus monedas, bien a través de la bajada de tipos de interés (China, India, Dinamarca, etc.), en el caso de que tengan margen para ello, o bien a través de la expansión cuantitativa (QE), como son los casos del Banco Central de Japón y el BCE, replicando la estratégica de la FED en 2010.
Más que el acceso al crédito y la lucha contra la deflación, que, como decimos, es la gran coartada para la política económica, el objetivo fundamental que encierra esta estrategia es hacer artificialmente más competitivas las exportaciones a través de la depreciación de las monedas nacionales, favoreciendo a corto plazo a los países con economías con una mejor posición de salida, y perjudicando al conjunto del sistema a medio y largo plazo. Y, evidentemente, esto nada tiene que ver con la mejora de la competitividad de las economías, sino con un artificio monetario peligroso que puede traer consecuencias extraeconómicas muy graves, como ha ocurrido en el pasado.
En definitiva, podemos decir que estamos ante una situación especialmente compleja, y en la que el desconcierto monetario y cambiario, así como el cruce de las correas de transmisión, ponen de manifiesto una crisis económico-financiera mal diagnosticada, y, subsecuentemente, mal tratada. Estamos ante un polvorín en el que los bancos centrales están asumiendo riesgos como nunca; en el que la liquidez se traslada con una mayor intensidad hacia la economía financiera que hacia la economía productiva; en el que la creación de dinero se sigue asociando al crédito; en el que el crecimiento de la economía real requiere cada vez de mayores recursos financieros (intensidad financiera); y en el que el detonador está en manos de China, una economía descomunal que tiene un gran poder desestabilizador en el ámbito económico, en el ámbito financiero y, en este caso, en el ámbito monetario. Mientras China, la gran fábrica del mundo, no se una a esta estrategia de forma abierta, devaluando su moneda, esta situación puede ser manejable. En caso contrario, la situación se puede ir de las manos.
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