Desde aquella primera “desagrarización” promovida por López Rodó, en los sesenta, la gente ha preferido volar hacia las ciudades como solución de vida y prosperidad económica. Pero no es oro todo lo que reluce. En la ciudad también hay ruidos, malos olores, precio excesivos y viviendas insalubres, amén de contratos precarios. Detrás de los cuatro millones de desplazados he visto este agosto familias que cargan el coche como si fueran a Honolulú; en la cabina las bicicletas para los niños y en el portamaletas medio abierto los demás enseres imprescindibles junto al cajón del gato y la jaula del canario. Van, voy yo también, a la Sierra del Segura. No lejos de Beas se alza la cortijada de nuestros ancestros y lo primero que divisamos al entrar en el pueblo es una cerda inmensa con un montón de cerditos que beben de sus tetas a la sombra del sicomoro. El cura de la aldea ya se marchó hace tiempo por no tener feligreses. El maestro de escuela hizo lo mismo. Aquí no hay niños. Sin embargo, el fenómeno del turismo hace que se crucen dos universos distintos, el del hombre de ciudad, abierto y cosmopolita, y el palurdo que nunca salió de su tierra pero que bendice su terruño como lo mejor del mundo. Me dice la estanquera que como la crisis siga mordiendo tendrá que cerrar. Todavía en verano, aún tiene pase, pero lo que es el invierno aquí se hielan hasta las palabras. El Tío Toribio se aferra a su aldea. Tiene a gala no haber cruzado nunca el puente que lo aleja de sus paisanos a pesar de haber tenidos ofertas tentadoras. El Tío Toribio hace de todo; de brujo, de partero anestesista, de intelectual progre y de consejero de pájaros. A las doce de la mañana lo verás todos los días esperando la Alsina que trae el periódico. Los escasos lugareños se enteran por él de lo que pasa en el mundo. Pero la información llega, a Dios gracias, también del otro lado. El ecologista que se estableció aquí tiene proyectos de cara a explotar los tomates y las verduras de la vega. Por otro lado hay quien quiere convertir en dehesa para cría de toros los inmensos herbazales de la aldea. Lo malo son los antitaurinos que también vienen por aquí. Lo que más me llega al alma son los idilios amorosos que surgen al margen de lo que dicten los censores. El año pasado, la hija de un matrimonio irlandés se enamoró del chico de la estanquera. ¡Cómo lloraba la pobrecita al despedirse del pueblo!
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