En noches como las de estos últimos días, cuando el aire de arriba ulula por doquier, las veladas transcurrían en familia o entre vecinos al amor de la lumbre de la chimenea. El fuego del hogar ha sido seña de identidad de nuestras vidas desde los ancestros.
En 1918, el triste año de la gripe española, el Gobierno aprobó adelantar los relojes en verano una hora y unas pocas décadas después, exactamente en 1940, la Administración decidió avanzar de manera permanente otra hora, con lo cual nuestro horario estival quedó con dos horas de ventaja en relación al sol y una en invierno, de tal guisa que el crepúsculo se ceñía sobre nuestra geografía a hora muy temprana. Con estos tiempos diarios la chimenea, principal fuente de energía y de calor, sobre todo en el ámbito rural, adquirió una importancia indiscutible. Finalizada la jornada laboral, as familias se reunían en torno al calor de la chimenea para combatir el frío y comentar las avatares del día. Tras la cena, las chimeneas se transformaban en privilegiados escenarios de las más divertidas historias o en paisajes de las más atrevidas narraciones; también acogían viejas leyendas desbordantes de imaginación o recuperaban las más ricas tradiciones de antaño. Las chimeneas han sido el mejor ágora de muchas generaciones, a las que durante los años treinta del pasado siglo se sumó la radio con poder de convocatoria en torno a su magia. Pero la entrañable convivencia entre la palabra , las ondas y el fuego se rompió con la popularización de la televisión, el medio que acabó con la hegemonía de la chimenea en nuestros pueblos. La irrupción de la tele acabó con las enriquecedoras tertulias nocturnas alrededor del hogar, con la comunicación oral y con añejas costumbres de las que tanto hemos aprendido. Ese poder de convocatoria televisivo compite ahora con las redes sociales y otros medios tecnológicos. Pese a ello no estaría de más recuperar las sabias enseñanzas de las chimeneas de siempre.
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