Cuando era un adolescente, David Sedlak quedó hipnotizado por una novela. “Ocurrió mientras estaba en la escuela secundaria, época en la que muchos jóvenes son ‘abducidos, por la ciencia ficción”, cuenta a SINC este ingeniero civil y ambiental estadounidense de la Universidad de California en Berkeley.
Ese libro, sin embargo, era distinto, ambicioso, como nada de lo que hasta entonces había leído: en Dune (1965), el escritor Frank Herbert construyó todo un universo a partir de la combinación de elementos de la cultura medieval —un imperio en ruinas mediado por relaciones feudales, órdenes monásticas y leyendas del advenimiento de un mesías— con toques de alta tecnología como naves espaciales, manipulación genética y eugenesia.
Más allá de las aventuras galácticas y de la eterna lucha entre el bien y el mal de esta saga, que acaba de ser de nuevo adaptada al cine en una película de Denis Villeneuve, se trataba de una larga meditación sobre temas más profundos, un comentario acerca del surgimiento del fundamentalismo religioso y la locura de aferrarse al poder, así como una alegoría sobre el colonialismo y la destrucción de importantes ecosistemas para la adquisición de combustibles (la buscada ‘especia’ en la historia alude directamente al petróleo).
En la misma época que la bióloga Rachel Carson denunciaba el uso desmedido de pesticidas en su libro Primavera silenciosa (1962) e inauguraba el ecologismo contemporáneo, Herbert profundizaba desde la ficción la concientización global sobre las preocupaciones ambientales.
Además de su mensaje ecologista que la convertirían en una de las primeras obras del ahora popular subgénero cli-f (o ficción climática), a Sedlak le fascinó una pieza del vestuario de esta historia ambientada en un futuro distante en un planeta desértico llamado Arrakis.
Según recuerda Sedlak, uno de los aspectos más intrigantes que le llamó la atención de la novela “fue que los protagonistas usaban unos trajes especiales que capturaban la humedad y los desechos producidos por el cuerpo, como la orina y heces, y los reciclaban para que su usuario pudiera hidratarse a través de un tubo conectado a su boca”.
Herbert los llamó stillsuits (o trajes de destilación) y, si bien no abundó en sus detalles técnicos, se trataba de la evolución de los gigantescos y torpes trajes de los astronautas de su tiempo que les permitían sobrevivir en ambientes inhabitables como el espacio exterior.
“Se me quedó grabada para siempre esa imagen, aunque no vivía en una zona desértica”, dice Sedlak. “Crecí cerca del agua en Oyster Bay, Nueva York. Pasé mucho tiempo al aire libre alrededor de la bahía. Ya por entonces, se anunciaba que el agua algún día podría llegar a ser tan valiosa como el oro. Dune plantó una semilla en mí que, sin saberlo, fue creciendo con el tiempo”.
La ciudad como un organismo vivo
Sedlak se olvidó de Dune y los stillsuits por muchos años. Con el tiempo, se dedicó a estudiar y desarrollar nuevas tecnologías para proporcionar un suministro de agua abundante y seguro a las generaciones futuras, en especial a medida que las sequías se vuelven más frecuentes en ciertas regiones del mundo.
Para ello, este investigador dirige un equipo en el que estudia desde los mecanismos a través de los cuales se degradan los productos químicos en las plantas de tratamiento de agua avanzadas a cómo mejorar los procesos de desalinización del agua marina para consumo.
Hasta que hace unos años, releyó con su hija las novelas que componen la epopeya espacial de Herbert. “El redescubrimiento de este tesoro de mi juventud me hizo pensar: ¿Podríamos construir un traje de destilación para toda una ciudad?”.
La idea de considerar la ciudad como un cuerpo, de hecho, no era del todo nueva. Nació en el siglo XIX pero se instaló en los sesenta del siglo pasado. Se conoció como ‘metabolismo urbano’: consistió en concebir a una ciudad como un organismo vivo que se alimenta de comida, genera residuos, necesita energía e incluso se enferma si no se lo cuida. Y muere.
Sedlak cree que en las ciudades, como los trajes de la novela de Herbert, se podría crear un sistema cerrado sin la necesidad de salir a buscar más agua. Solo bastaría reciclarla.
Los relatos sobre la escasez de agua son muy poderosos en la ficción. Una y otra vez películas postapocalípticas, como Mad Max (1985) y Tank Girl (1995) o Quantum of Solace (2008), y novelas, como La parábola del sembrador de Octavia E. Butler, Cuchillo de agua de Paolo Bacigalupi o La memoria del agua de Emmi Itäranta, recuerdan cómo la crisis climática ha exacerbado las sequías y anticipan el advenimiento de conflictos alrededor de nuestro recurso más valioso.
Crisis hídrica
“En muchos países, al menos que seas muy pobre, tienes suficiente agua para beber, cocinar, darte una ducha, lavar tu coche, por lo que no parece que vivamos en una de estas distopías”, cuenta Sedlak, que además es autor del libro Water 4.0: The Past, Present, and Future of the World’s Most Vital Resource.
Sin embargo, “la escasez de agua o las sequías tienen un gran impacto en la vida de todos porque pueden afectar el suministro de alimentos o alterar el paisaje. En California, estamos sufriendo terribles incendios y nos llega a diario el humo. La falta de agua está haciendo que sea difícil extinguirlos. Aquellas pesadillas distópicas de un futuro sin agua o de peleas por la última gota se están volviendo una realidad cada vez más tangible para millones de personas en el mundo”, comenta este ingeniero.
La crisis hídrica no es una amenaza. En muchas partes del planeta es una realidad. La ONU estima que para 2025 unos 1.800 millones de personas vivirán en zonas con ‘estrés hídrico’. La extrema sequía en el Río Colorado ha llevado a que el Gobierno estadounidense, en las últimas semanas, haya impulsado cortes obligatorios de agua en Arizona y Nevada.
El río Paraná, en Argentina —el segundo más largo de Sudamérica después del Amazonas— está sufriendo la mayor sequía registrada en 77 años. Brasil, por su parte, se declaró en emergencia hídrica en mayo.
Con su equipo, Sedlak explora cómo las ciudades deberán adaptarse para afrontar los efectos del cambio climático, el crecimiento poblacional y la lucha por los recursos hídricos.
Nuevas estrategias
El investigador indica que esto se puede lograr en distintos niveles. Así como muchas personas tienen paneles solares en los techos de sus casas y no necesitan conectarse a la red eléctrica, un edificio o un hogar pueden capturar el agua de lluvia y reciclarla. “Los sistemas que permiten esto están mejorando”, cuenta. “La tecnología de ósmosis inversa que se utiliza para eliminar la salinidad del agua marina es cada vez más accesible”.
Pero no es suficiente. Sedlak cree que es necesario abandonar por completo los esquemas de plantas de tratamiento de aguas residuales centralizadas y construir plantas de reciclaje distributivo en toda la ciudad.
Indica que “los sistemas que usamos para mover agua alrededor de las ciudades pueden ser muy ineficientes. En algunos países, entre el 20 % al 40 % del agua se pierde antes de llegar a los hogares”.
Además, “se requiere mucha energía para mover el agua varios kilómetros desde la central al usuario. En vez de tener una o dos plantas en una ciudad de un millón o diez millones de habitantes, se podría tener 20, 30, 50 plantas de tratamiento más pequeñas con mayor autonomía y que puedan operar independientemente. Y en lugar de contar con un personal de operadores a tiempo completo, podrían ejecutarse de forma remota con sensores y actuadores”, subraya.
Innovaciones con resistencias
Esta nueva planificación propuesta consiste en una transición a sistemas de agua de próxima generación y a la vez una continuación de un ciclo repetido de crecimiento, fracasos y reinvenciones de los sistemas de agua urbanos que ha ocurrido durante los últimos 2500 años: los sistemas de agua corriente y las alcantarillas construidas por los antiguos romanos se replicaron en ciudades europeas que estaban creciendo muy rápidamente durante la primera ola de industrialización global en el siglo XIX.
El tratamiento del agua potable fue la siguiente revolución: frenó la propagación de enfermedades transmitidas por el agua —como el cólera y la fiebre tifoidea— y generó beneficios para la salud inimaginables.
A esto le siguió la estandarización de plantas de tratamiento de aguas residuales después de décadas de declive en los ríos, lagos y estuarios que rodean las ciudades. En Windhoek, capital de Namibia —uno de los países más áridos de África—, producen agua potable a partir del tratamiento de sus aguas residuales desde 1968.
En Singapur, donde el agua potable es una cuestión de seguridad nacional y la mitad de sus suministros de agua actuales se importan de la vecina Malasia, combinan plantas de desalinización, reciclaje de aguas residuales y captación eficiente de agua de lluvia a través de una red de desagües, canales, ríos, aguas pluviales, estanques de recolección y embalses.
No obstante, por más prometedoras que parezcan, estas estrategias pueden encontrarse con resistencias. “Beber agua que cae en el techo y usarla es algo que muchas personas aceptan”, dice Sedlak.
“Pero cuando se trata de reciclar aguas residuales la gente se ponen nerviosa. Lo que hemos notado en California, en Australia y Singapur, lugares que han sido pioneros en estos sistemas. Por ello, es necesario que las personas se familiaricen con estas tecnologías. Debe haber transparencia y también confianza en aquellos que proveen el agua. Algunas comunidades, han tenido éxito en crear estos sistemas de reciclaje. En otras, donde no se confía en los Gobiernos, fallaron”, comenta el ingeniero.
Hay razones culturales que explican estos rechazos. En religiones como la judeo-cristiana o el islam, imperan ciertos tabúes respecto a interactuar con los desechos.
El ejemplo de la Estación Espacial Internacional
Cambiar estas antiguas concepciones tomará su tiempo pero comunidades y Gobiernos pueden aprender de ejemplos exitosos, como el de la Estación Espacial Internacional (ISS. por sus siglas en inglés). A 400 km de la superficie terrestre, un sistema de circuito cerrado captura las aguas residuales de los astronautas, como la orina, el sudor o, incluso, la humedad de su aliento. Luego, las impurezas y los contaminantes se filtran del agua. El producto final es agua potable que se puede utilizar para rehidratar alimentos, asearse o beber.
“El sistema puede sonar repugnante —dice la química Enid J. Contes del Ames Research Center de la NASA—, pero el agua reciclada en la ISS es más limpia que la que beben la mayoría de las personas en la Tierra".
Las aguas residuales tratadas se pueden utilizar también para el cultivo de alimentos. “Eso ha sido más aceptado alrededor del mundo”, recuerda Sedlak. “Se viene haciendo desde hace cientos de años. En Israel, todas las aguas residuales se derivan para la irrigación de cosechas. También en China y partes de Estados Unidos. Y no es solo para hacer crecer pastizales para el ganado. En California, tenemos un proyecto de reciclaje de agua en Monterrey donde las aguas residuales tratadas se destinan para cultivar fresas y lechugas”.
Al igual que Sedlak y su equipo, alrededor del mundo toda clase de científicos, ingenieros e innovadores trabajan para desarrollar nuevas tecnologías y estrategias que generen, abastezcan y provean agua potable de la que tanto dependemos los seres humanos.
En su documental Brave Blue World, el bioquímico y productor irlandés Paul O'Callaghan cuenta que en ciertas regiones de África se 'cosecha' agua de la atmósfera. Al norte de California, experimentan con sistemas capaces de 'cazar' la niebla para capturar hasta 30 litros de agua potable en 24 horas, mientras que una compañía danesa busca aplicar la tecnología de reciclaje de la ISS en la Tierra.
Como señala Sedlak: “Esta amplia gama de innovaciones que nos permiten recolectar, reciclar y purificar agua de manera segura ya no es cosa de ciencia ficción”.
Fuente: Federico Kukso/Sinc
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