La Europa agrícola y pesquera tiene ante sí un dilema: posicionarse contra las directrices comunitarias de carácter ambiental o preservar condiciones favorables para el desarrollo de las actividades productivas y socioeconómicas de los sectores que representan. Lo malo es que parece condenada a orientarse con el concurso de una especie de rosa de los vientos envenenada.
La disyuntiva entre prioridades respecto de la Naturaleza y de la Economía ha cumplido ya varias décadas de distancias insalvables y prometedores acercamientos, Ahora, el desencuentro se está plasmando en el proceso de tramitación de la Ley de Recuperación de la Naturaleza propuesta por la Comisión Europea, el cual ha generado un hecho infrecuente en el engranaje institucional europeo como es el rechazo por parte de las comisiones parlamentarias de Agricultura y de Pesca.
Pero, esta ley no sólo revela la colisión entre los intereses de la economía agrícola y pesquera y la preocupación por el medio ambiente. En realidad, el choque de posturas presenta otros componentes que no son estrictamente ideológicos y que tienen que ver con la realidad agraria del Norte y del Sur de Europa; entre el Este y el Oeste: agriculturas diferentes y percepciones sociales distintas en medio de una década plagada de objetivos sostenibles a nivel global y local en cada Estado Miembro. Para complicar aún más la confrontación, habría que añadir la perspectiva de un horizonte electoral europeo en el que van a concurrir tendencias de voto progresistas sensibles al cambio climático y posturas conservadoras críticas con un supuesto exceso normativo de la Unión Europea en materia de sostenibilidad. Votantes del medio urbano concienciados con el entorno frente a votantes del medio agrario que se sienten víctimas de un ecologismo al que consideran desaforado.
Seguramente, solo hay un camino que es el de la negociación. Incluso, admitiendo que lo más probable es que en ambas trincheras sea necesario digerir algunas renuncias. Quienes defienden esta Ley aseguran que la Naturaleza es esencial para asegurar el futuro de la producción agraria y pesquera; quienes la rechazan argumentan que será muy difícil -puede que imposible- defender la independencia alimentaria de la Unión Europea y la sostenibilidad económica de estos sectores, que son esenciales desde el punto de vista socioeconómico y humano. Todo ello, sin negar la conveniencia de asumir retos sostenibles.
Para unos, esta ley es un elemento básico de las estrategias europeas del Pacto Verde. Para otros, esta nueva normativa parece no tener en cuenta los esfuerzos y las restricciones asumidas en materia de sostenibilidad por los sectores agrario y pesquero, muy por encima de las exigencias que deben cumplir los productos agroalimentarios que llegan a los consumidores europeos desde países terceros. Unos consumidores que tendrán que decidir muy pronto entre opciones políticas cada vez más alejadas en cuanto a las respuestas al cambio climático y a sus consecuencias.
A la presidencia española del Consejo de Europa le va a corresponder la responsabilidad de intervenir y mediar en las negociaciones sobre este tema, ya que esa es una de las funciones esenciales de esta institución. Tendrá que hacerlo obviando que España es una parte esencial de este asunto por ser un país eminentemente agrícola, además de una potencia pesquera. Gobierne quien gobierne en España durante el segundo semestre de 2023 se verá en la tesitura de asumir el reto de dejar el terreno allanado, siempre que sea posible, antes de las elecciones europeas de junio de 2024.
En suma, una agenda apasionante, compleja y, quizás condicionada, por esa rosa de los vientos envenenada de las posturas políticas respecto a la sostenibilidad y los intereses agroalimentarios de cada punto cardinal de la Unión Europea.
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