Dios está en mi casa sentado sobre un trono de madera en una de las repisas del mueble del comedor. En una mano sostiene una bola azul que representa al mundo y en sus rodillas descansa un niño con el torso desnudo y la mirada perdida en el cielo. Es un Dios cercano que huele a cocido, a potaje de acelgas y a gazpacho en verano. Es un Dios diferente al de las iglesias, que me parece triste, indefenso y lejano, demasiado preocupado con la carga de su cruz como para estar pensando también en nuestros problemas.
En un rincón del mármol de mi cocina habita San Pancracio al que nunca le falta una hoja de perejil, y en la pared de uno de los dormitorios aparece un cuadro con la Virgen. Cuando era niño, en casi todas las casas del barrio había una Milagrosa y la familia que no la tenía la recibía al menos un día al año. Lo que era una tradición compartida por miles de fieles hoy se ha convertido en una extravagancia que mantienen viva las más veteranas.
José Miguel Fernández Martínez es el encargado de sacar a pasear a la Virgen de la Milagrosa como se hacía hace cincuenta años, resguardada en su caja de madera. Lleva más de quince años de mayordomo, desde que siendo niño iba al Hospital a recoger la ropa usada para repartirla entre los pobres, y una de las monjas, Sor Clara, le propuso llevar a la Virgen por las casas. José Miguel Tiene una lista con veinticinco nombres que son los de sus parroquianas, las mujeres que todavía la reciben. En un mundo de mujeres él es el único hombre al servicio de la santa.
Dice la tradición que a los santos no se les debe sacar de noche a la calle porque trae mala suerte. Por eso, el mayordomo se levanta temprano para trasladar la imagen. Cada familia la recibe veinticuatro horas, la coloca en un lugar visible de la casa, la rodea de mariposas de aceite y velas y le reza la Novena de la Confianza: “Madre amable de mi vida. Auxilio de los cristianos. La gracia que necesito, pongo en tus benditas manos...”.
Muchas de sus parroquianas son mujeres mayores que mantienen una vieja tradición que han ido heredando de sus antepasados. Otras, son enfermas que no pueden asistir a misa y se reconfortan espiritualmente recibiendo en su hogar a la Virgen.
Cada día del mes, la urna está en una casa diferente y en cada una, además de rezarle las oraciones y pedirle salud, se contribuye con un donativo que se deposita en la ranura que la caja de madera lleva en su parte superior. Al final de mes, cuando la imagen tiene las alforjas llenas de monedas, el guía la lleva al comedor social de la calle Alcalde Muñoz, donde se queda el dinero recaudado para aliviar las necesidades de los pobres.
Entre sus clientes, José Miguel tiene también a los dueños de varios negocios, que en la trastienda tienen reservado un rincón para que la Milagrosa los tenga presentes.
En los barrios, la ceremonia de llevar la urna por las casas, que hoy se ve como un acontecimiento extraordinario, era un ritual habitual que se desarrollaba durante todo el año hace apenas un par de décadas. La estampa de aquellas mujeres vestidas de negro o enfundadas en el hábito marrón de la Virgen del Carmen, portando una Milagrosa por la calle, forma parte de nuestra memoria colectiva.
Hoy, la tradición se mantiene en algunos pueblos, pero en la capital se ha ido perdiendo porque las nuevas generaciones no han ido alimentando esta creencia y cada vez son menos los que se postran delante de un santo a darle gracias o a pedirle que las cosas vayan mejor.
José Miguel Fernández es el último mayordomo, el mensajero de una antigua costumbre que puede estar viviendo su epílogo porque no existe un relevo entre las nuevas generaciones y en la mayoría de las casas cada vez queda menos espacio para los santos y menos tiempo para rezar. Mientras que quede una devota dispuesta a recibir en su casa a la Virgen, él seguirá transportándola de un lugar a otro y diciéndole la jaculatoria bendita: “Oh María, sin pecado concebida. Rogar por nosotros que recurrimos a vos”.
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