Cuando ibas a su consulta particular en el Paseo y te encontrabas a don José con su presencia imponente y la pantalla de los rayos preparada en la habitación, tenías la impresión de que el resfriado se te había curado al entrar por la puerta y que los pulmones, de pronto, empezaban a destilar aire sin ningún atasco como si acabaras de llegar de la sierra.
Aquellos médicos de posguerra, curtidos en la escasez y en la batalla diaria de la tuberculosis, tenían una extraña energía que te llevaba a entregarte a ellos sin condiciones como si en vez de estar delante de un médico estuvieras ante un enviado de Dios. Te miraba a los ojos, te decía que abrieras bien la boca, que sacaras la lengua, que te quitaras la camiseta y desnudaras tu pecho, y con sólo rozarte ya tenías la sensación de que habías mejorado.
Don José Abad García fue uno de aquellos médicos eternos por los que pasaron varias generaciones de almerienses desde que en el año 1947 abrió su primera consulta en su propia casa, en la calle Braulio Moreno. Atrás quedaba una infancia feliz junto a sus padres y sus abuelos en Viator y Huércal. De aquellos años recordaba con especial cariño la figura de su primer maestro, don José María García, con el que se preparó también el examen de Ingreso al Instituto. Cuando aprobó, su padre le regaló unos pavos reales, cuya belleza y graznidos lo acompañeron de por vida en uno de esos recuerdos que ya no se olvidan jamás. Tampoco olvidará la presencia de su su tío Paco, el médico de Huércal, del que contaba que le salvó la vida cuando estuvo gravemente enfermo de tifus.
Su familia tenía fincas que producían uvas, naranjas, panizo, patatas y habas, suficiente para subsistir y poder costear los estudios de los hijos. Después llegaron los años de Bachillerato y en plena posguerra, la aventura de irse a estudiar Medicina a Granada. Aquello era una experiencia tan insólita que cuando tenía que coger el tren para irse toda la familia iba a la estanción a despedirlo como si en vez de a la vecina provincia se marchara a América para no regresar jamás.
En aquellos trenes de posguerra viajaba junto a sus queridos amigos y colegas: Miguel Garrido Peralta, Luis López Gay, Guillermo Martín Rodríguez, José Sánchez Pérez y José Góngora Galera. Con éste último compartió también una humilde pensión por Puerta Real donde vivió durante los tres años de carrera antes de continuar los estudios en Madrid.
Allí conoció a grandes profesores que marcaron su vida profesional, aunque al que más recordó de por vida fue al catedrático de Higiene, un personaje excéntrico que cuando se paseaba por Granada y pasaba delante de un escaparate de jamones se paraba y saludaba con aire marcial con su bastón como si tuvira delante a un teniente coronel.
Tras la experiencia granadina, se marchó a Madrid para continuar sus estudios de Medicina, entrando a trabajar en el servicio del hospital general del ‘profesor don Carlos Jiménez Díaz. Eran años de dificultades, compartiendo habitación con su amigo Miguel Garrido Peralta en una de aquellas pensiones de posguerra donde se comía mal y se vivía peor. Siempre hacía frío, tanto que para preparar los exámenes se iban a los reservados de los cafés de la Gran Vía, donde la temperatura era más agradable.Terminó la carrera con 23 años y sin descanso se puso a preparar oposiciones, sacando el número cinco de los cinco mil que se presentaron. Con la maleta llena de sueños regresó a Almería y se puso a trabajar. Eran tiempos duros para un médico, pero la juventud y la pasión que sentía por su profesión lo empujaron a salir adelante. Empezó quedándose con una modesta plaza en el pósito marítimo de pescadores, y en la consulta particular que instaló en su propia casa, arropado por su madre.
Alternaba sus dos trabajos con las visitas diarias al Preventorio donde llegó el primer aparato de rayos x que diagnosticaba la tuberculosis. Fue médico de la Casa del mar, de la Casa de Socorro y de la Organización de la Lucha contra el Cáncer, y tuvo consulta particular durante medio siglo: primero en la calle Braulio Moreno, después en General Rada y por último en el Paseo. Un capítulo especial en su vida, el más importante, fue el que escribió junto a su mujer, Rafaela Vivas-Perez Torres.
En abril de 1956 aparecía una nota en el periódico local Yugo anunciando: “Por don José Abad González y señora, y para su hijo, el doctor en Medicina don José Abad García, ha sido pedida a la señora viuda de Vivas Pérez la mano de su hija Rafaelita”. Se casaron en mayo y compartieron una vida juntos hasta el fallecimiento de la esposa en noviembre de 2012.
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