A los novios formales los veíamos pasear los domingos por el Parque y el puerto agarrados de la mano, pero sin sobrepasarse. Iban vestidos de novios formales, oliendo a colonia, con los zapatos brillantes de betún y la ropa que sólo se utilizaba los días de fiesta. A los niños nos gustaba contemplar aquellas parejas radiantes que mostraban a los demás su orgullo de enamorados rozándose sólo lo justo. Por la mañana tomaban el sol paseando y por la tarde los volvíamos a ver en la cola del cine o delante de un escaparate del Paseo. Ir a mirar los escaparates fue un entretenimiento muy propio de las parejas de novios que empezaban a echar las cuentas de su futuro hogar viendo lámparas y muebles en las tiendas del centro.
Todavía, en los años sesenta, la mayoría de las parejas tenían prisa por casarse en una época en la que no se concebían las relaciones íntimas sin haber pasado antes por el altar. Casarse era para aquellos jóvenes la única oportunidad de conocerse sexualmente, sobre todo para las mujeres, sobre las que recaía casi todo el peso de la moral de aquel tiempo. Una joven que había tenido más de un novio estaba mal vista, mientras que a un hombre se le permitía flirtear sin límite. Había parejas que se conocían y sin tiempo de explorarse se casaban, y había otras parejas que se eternizaban en la calma lenta de los noviazgos interminables. Pasaban los años y seguíamos cruzándonos con esa pareja de novios eternos que a nuestros ojos se iban marchitando con la misma pulcritud que se lese iba pasando de moda la ropa de los domingos.
Un noviazgo largo también estaba bajo sospecha y siempre había algún familiar o algún amigo que les hacía el comentario: “A qué estáis esperando? Que se os va a pasar el arroz”. Y el arroz se les iba enfriando esperando a que él tuviera un trabajo seguro para poder meterse en la primera letra del piso que ya tenían apalabrado. Todavía, en aquellos años, una mujer soltera no estaba bien vista y “quedarse para chacha o para vestir santos” era para muchas un infortunio que tenían que llevar con resignación. Casarse era imprescindible en aquella sociedad que condenaba a las solteronas. Para una pareja de novios formal todos los caminos conducían al matrimonio si el muchacho era como Dios manda y hasta los anuncios de la radio te empujaban a dar el paso: “Usted ponga el novio, que París Madrid pondrá los demás”, decía el mensaje publicitario de aquel famoso negocio de muebles que estaba en la calle de las Tiendas.
Hasta las letras que sonaban en las emisoras se encargaban de recordarnos que había que pasar por el altar, aunque una canción de Gloria Lasso nos contara la historia de una novia que se casaba con el hombre al que no quería en presencia del verdadero amado: “Blanca y radiante va la Novia. Le sigue atrás su novio - amante”.
Cuantas parejas se declaraban públicamente en aquel programa de ‘Discos dedicados’, donde todos nos enterábamos que en Pujaire o en la Rambla de Lechuga una pareja acababa de comprometerse para toda la vida. Porque entonces uno se casaba para siempre y eran pocos los que tenían la oportunidad de echar marcha atrás y salir corriendo. Por eso las madres de las novias insistían tanto en asegurarse de que el pretendiente de su hija era un muchacho formal y venía de buena familia. Los nuevos tiempos fueron cambiando las costumbres y los noviazgos también se vieron afectados con esos nuevos vientos que empezaron a notarse a finales de los años sesenta y que diez años después ya se habían convertido en un huracán. Con el cambio, los novios formales siguieron saliendo los domingos por la mañana a pasear por el puerto, pero también aparecieron los novios nocturnos que buscaban la profundidad del Parque para darse el lote creyendo que estaban a solas. “Piensan los enamorados, piensan y no piensan bien, piensan que nadie los mira y todo el mundo los ve”, decía el refranillo de la época. Una de las distracciones más emocionantes de los niños de entonces era la de ir en busca de parejas al Parque para ver como se besaban.
Había novios formales que tras su noviazgo reglamentario y después de comprarse el piso pasaban por la Iglesia, y había novios irresponsables que cegados por un calentamiento global se escapaban juntos en una noche sin luna. Era lo que se conocía como “llevarse a la novia”, una aventura con los pies muy cortos que se resolvía deprisa y corriendo cuando los padres, para evitar un escándalo, los empujaban a casarse. Muchas de aquellas parejas a la fuga se casaban con la novia embarazada, lo que se conocía en el argot de la época como “casarse de penalti”, una herida que las familias llevaban para siempre con resignación.
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