Conocimos la Vega de Acá ya en sus años postreros, cuando empezaba a las espaldas del estadio de la Falange y cuando se fue quedando aislada al otro lado de la Avenida del Mediterráneo. Todavía, en los años setenta, conservaba esa magia de tiempo antiguo que te permitía volver atrás varias décadas y entrar en un universo donde aún se mantenían viejas formas de vida y donde era posible vivir a diez minutos de la ciudad y disfrutar de la paz de los lugares remotos.
La ciudad avanzaba sin marcha atrás y a medida que crecía la vieja vega se iba quedando acorralada, contando los días que le quedaban para su desaparición. Fue una lenta agonía que había empezado a acentuarse en los años de la posguerra, cuando se planificaron las viviendas sociales del barrio de Regiones, los pisos de Pescadores del Zapillo y la urbanización del Tagarete y el grupo de las 500 Viviendas, construidas sobre el terreno que se le fue ganando a las huertas.
En los años cincuenta la Vega de Acá sufrió otro duro bocado con la construcción de la Central Térmica de la playa, que se llevó por delante una de las zonas más fértiles, y unos años con la fábrica de la Celulosa, en el paraje de las Peñicas de Clemente.
El final se iba aproximando, pero mientras hubo vega la ciudad conservó una parte de su alma más auténtica, con ese espléndido contraste entre el mar y la exuberancia de las huertas y de las arboledas.
Cruzar el Zapillo era como cerrar una puerta para abrir otra donde los ruidos se amortiguaban, donde las calles se convertían en pequeños caminos, estrechos y polvorientos, donde reinaban los carros de mulas y donde entre cañaverales aparecían los cortijos que conservaban como templos sus antiguas formas de vida. Se podía escribir una historia con los nombres de aquellas fincas de la Vega de Acá que se iban derramando hacia la boca del río y hacia la playa: La Palma, Las Palmeras, El Pencón, Vista Alegre, Los Andújares, San Francisco, La Rosa, El Moro, Parada Matiana, Los Juanetes, Caturrín, El Bicho, eran algunos de aquellos cortijos que estuvieron aguantando hasta que les llegó su hora.
En aquel escenario que se desvanecía, se mantuvieron hasta el final las antiguas costumbres, algunas tan ligadas a la supervivencia de sus gentes como las tradicionales matanzas, que cada año por noviembre, cuando se acercaba el día de San Andrés, llenaban de celebraciones todos aquellos parajes. Las matanzas encerraban un mundo en sí mismas: abastecían de carne y embutidos las despensas para todo el año y además servían como ceremonia de unión en las familias. Había parientes que sólo se reunían en los días de la matanza, en las bodas o cuando había que lamentar una muerte.
En las semanas previas había que preparar los avíos y los hombres se acercaban a Almería a por las especias que entonces se adquirían en dos comercios fundamentales: Casa Blanes en la calle Obispo Orberá y en la tienda de la Fama, de la calle Aguilar de Campóo, frente a la puerta principal del Mercado Central.
El día de la matanza había que madrugar y antes de la salida del sol ya brillaba el acero de las facas y se respiraba el humo del agua hirviendo que salía de las calderas. Alrededor del animal sacrificado trabajaban las mujeres y los hombres y jugaban los niños. Para los pequeños, los días de matanza eran los más intensos del año, cuando la fiesta se alargaba hasta las noche mientras jugaban con las cañas ardiendo alrededor del fuego.
Los días de matanza toda la vega se impregnaba con el olor de los embutidos recién hechos, cuando las tripas de morcilla, de chorizo, de longaniza y sobrada adornaban los techos colgadas sobre cañas. Al día siguiente, en todos los cortijos donde se había sacrificado un marrano había migas para el almuerzo. Las migas fueron la comida oficial de aquellas gentes cuando sobraba el tocino en las despensas y las huertas daban espléndidas cosechas de patatas, tomates, acelgas, panizo... La fértil vega de Almería, que tantas veces hizo de despensa cuando escaseaban los alimentos en la ciudad, fue languideciendo año a año desencadenando su final. Sucumbió ante el empuje de las nuevas construcciones de edificios que necesitaban su terreno y sucumbió también ante el auge imparable de las arenas que se llevaron por delante la agricultura tradicional.
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