Uno volvía de la Mili con las botas puestas y con el pañuelo verde, de recuerdo, firmado por el Melilla, el Oficinista o el Golondrino, colegas de barracón, de domingos aburridos, a los que sabías que no volverías a ver el resto de tu vida; uno volvía a Almería de cumplir el Servicio en Cerro Muriano con los ojos gastados, como las botas, con alguna novia linda esperando en la blanca azotea, quien almacenaba un cajón lleno de cartas con tu caligrafía apresurada; uno saltaba del vagón al llegar a la Estación y enfilaba silbando el camino a su casa por la Huerta de Azcona, con el petate a la espalda, hecho un hombre ya, y cuando llegabas, tu madre te comía a besos y tu padre te ofrecía, por primera vez, un Ducados.
Atrás quedaba el Cetme, la imaginaria, el rancho de agua con alubias al que -dicen- le echaban bromuro para no empalmar; atrás quedaban las rapadas en el banco del peluquero, los guantazos del cabo furrier cuando querías sisar una lata de leche condesada, las duchas colectivas de 50 tíos en bolas tapándose las partes, las novatadas a los pelusos llenándoles la frente de azafrán; atrás quedaron 16 meses de tu vida, de instrucción y convivencia forzosa en un campamento gregario, de jerarquía de manada, en una sierra fría, a 30 kilómetros de Córdoba la llana.
Por el Cuartel de Cerro Muriano pasaron miles de almerienses para cumplir con la patria y dejar de ser niños. Allí se embrutecieron, se relacionaron por primera vez con gente de aquellas regiones que aparecían en los mapas de la España católica y romana, aprendieron lecciones de la vida unos y se envilecieron otros.
Los duros de plata
La Mili era entonces como un viaje en tren que parecía que no terminaba nunca, un tributo forzoso, desde que Felipe V la instauró en 1704, con mendigos y vagabundos, a cambio de una soldada. Primero era un joven de cada cinco -de ahí lo de quintos- los que entraban por sorteo y tenían que servir 15 años.
Durante la Primera República de 1873 se abolió la obligatoriedad y en 1876 se retomó de nuevo con tumultos sociales por las exenciones de cuota para las clases adineradas, que podían pagar duros de plata y comprar un sustituto entre hijos de jornaleros.
La Semana Trágica de Barcelona en 1909, por la mortandad de mozos en la Guerra de Africa, fue la puntilla para que se eliminaran esos privilegios de clase.
Después de la Guerra Civil, la afiliación quedó en manos de los ayuntamientos y a los 20 años los mozos entraban en la caja de reclutas para ser sorteados -en el caso de Almería se concentraban en el Cuartel de la Misericordia- y expedidos a algunos de los Centros de Instrucción de Reclutamiento (CIR), excepto los hijos de viuda, los cortos de talla, los pies planos y los miopes.
Uno de esos centros de reclutamiento más frecuentado por los almerienses fue ese de Cerro Muriano, al que iban aquellos que no tenían la suerte de quedarse en Viator. Había sido campo de depuración de republicanos tras la contienda en el Sur y Hogar de Descanso Femenino de Falange al que acudían camaradas de toda la Península.
Allí pasaron 16 meses de su vida muchos de esos jóvenes almerienses de Postguerra, convertidos en reclutas forzoso, algunos ya casados incluso después de varias prórrogas por estudios o para hacer las Milicias Universitarias.
Primero llegaban adocenados, por el miedo atávico de la Guerra metido en su cabeza, como los de la Quinta del Biberón, que tuvieron que volver a hacer la Mili con Franco, tras servir en la República.
Charnegos
Después, ya metidos los 60 y 70, llegaban otras generaciones de mozos, con los ojos limpios de metralla y de trincheras, con pelos como Jimi Hendrix, que eran rapados con la navaja en cuestión de segundos. Allí, en ese cerro militar cordobés, con una plaza grande donde ser formaba y se izaba la bandera roja y gualda, convivieron almerienses e hijos de almerienses emigrados a Cataluña a trabajar en fábricas de lejías o en cadenas de montaje como el propio Manolo Escobar, de Las Norias de Daza, cuyas coplas sonaban en los transistores cuarteleros. Esos charnegos, que hablaban entre ellos en catalán y a los que sus paisanos oriundos tenían que darles un codazo para que callaran cuando se aproximaban los mandos y evitar ser castigados con el calabozo por hablar en una lengua prohibida
En esa plaza, donde se juraba bandera ante madres llorando como magdalenas, hacía un frío espantoso, que se apaciguaba solo con un chocolate aguado a la hora de hacer la instrucción, al toque diario de diana a las seis de la mañana, con el uniforme caqui impoluto y la gorra calada.
El baile y el rancho
El rancho se componía de comida mala y abundante: una sopa de lentejas o garbanzos y un chusco de pan. Por las noches, tendidos en sus literas, después de asearse en minúsculas letrinas, los reclutas almerienses soñaban con el permiso dominical para vestirse de paisano e ir a bailar a alguna verbena de algún pueblo de los alrededores.La mili en Cerro Muriano, como en tantos otros cuarteles, olía a economato, en una atmósfera rancia de vejaciones a los débiles, a los homosexuales, de obediencia ciega, y en la que aún menudeaban los que no sabían leer y escribir y tenían que buscar a un compañero letrado para que les leyera o les escribiera la carta de Navidad.
Con los años fue decayendo ese ardor guerrero, en esa frontera de la vida -para algunos la mejor, para otros la peor- y en 2001, hace ahora quince años que han pasado volando, quedó extinguido el Servicio Militar, la puta mili, dejando tras de sí todo un reguero de historias de supervivencias, de anhelos, de amistades profundas, como las que se forjaron en interminables guardias en ese frío campamento cordobés, soñando con la novia esperando en la azotea.
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