Olía a vida recién estrenada, a la comida de las lumbres que esparcía su rastro por las chimeneas. Olía a la ropa tendida en los terrados, a tierra mojada cuando las mujeres baldeaban sus puertas para calmar el polvo de la tierra. Olía a la leche que el lechero iba dejando de puerta en puerta, al carro de la alfalfa que alimentaba a los conejos, a la humedad de la lluvia que cada vez que llegaba dejaba grandes charcos en la tierra, a las manos del basurero que entraba hasta los patios para recoger su cargamento, y sobre todo, la calle de la Judía olían al pan del horno de la panadería de la señora Martirio, cuyo aroma se colaba como un viento fresco hasta el corazón de las viviendas. A la panadería se entraba por la calle de Granada, pero el obrador estaba en la trastienda, en la parte de atrás que daba a la calle de la Judía. De vez en cuando, aparecía por aquellas calles un carro tirado por mulas con un cargamento de leña para alimentar el horno. Lo descargaban en la misma calle, formando una montaña durante un par de días frente a la puerta del obrador. Allí, junto a la leña, descargaban también la sal, que entonces venía en piedras, y que era una distracción para los niños del barrio cuando jugaban a rozarla con la mano para después chuparse los dedos.
La calle de la Judía era, hasta los años sesenta, uno de esos pasajes que a pesar de estar a menos de cincuenta metros de la Puerta de Purchena, mantuvo intacto su corazón de lugar tranquilo, de callejón de barrio, refugio de las tradiciones donde sus gentes mantuvieron durante décadas las mismas formas de vida. Compartía protagonismo con la calle Marcos; ambas se juntaban para formar una estrecha avenida que corre paralela por encima de la calle de Granada, salpicada de callejuelas que bajaban desde la Rambla de Alfareros.
En 1945, llegó a tener 131 vecinos, población suficiente para que esta humilde calle tuviera, por sí sola, la fuerza de un barrio, con sus pequeños negocios familiares, y sus niños, que eran la banda sonora del lugar desde que amanecía hasta que se hacía de noche. En aquellos tiempos, en los que escaseaba el dinero y la comida, sobraban las ganas de salir adelante.
En el número 19 vivía la familia de Andrés Enriquez Pulido, el hombre de los Seguros Ocaso. Estaba casado con Lola Fábregas y tenían cuatro hijos: Berenice, Ofelia, Rogelio y Yolanda. Tenían como vecina a la señora Rosa, que le contaba a todo el mundo la historia de que en la guerra había escondido a la Virgen del Mar en su casa. Cuando estaba en su lecho de muerte, la mujer le decía a los vecinos que la aceptaba porque la Virgen había venido a por ella.
En el número 35 de la calle de la Judía vivía José Salazar Vílchez, uno de esos personajes imprescindibles al que todo el mundo conocía por su bondad y por ser la voz más autorizada del barrio en cuestiones deportivas. No había nadie mejor informado que él. Se enteraba de los acontecimientos antes que cualquiera y si alguien quería saber los resultados de los partidos de fútbol nada más terminar la jornada, sólo tenía que tocar a su puerta y preguntarle. Salazar fue uno de los primeros de su calle que tuvieron transistor propio, un pequeño aparato de radio que le trajeron de Melilla, del que nunca se separaba. Su casa era una de las pocas que tenían dos plantas. En la habitación de arriba dormían sus dos hijos y estaba el terrao donde ponían a secar los pimientos y donde, una vez al año, criaban un cerdo para matarlo por Navidad.
Enfrente, vivía la familia de Adela Oyonarte, una de esas madres infatigables que sacaron a los suyos adelante a base de sacrificio y fe. El patio de los Oyonarte era un centro de reunión. Allí se juntaban los muchachos para hablar de fútbol y allí, alrededor de aquellas tertulias, nació el equipo del Baleares.
Los Oyonarte tenían también, en la calle Judía, un almacén con aspiración de cochera donde los domingos por la tarde se organizaban inocentes sesiones de baile casero. La improvisada pista de baile estaba rodeada por un círculo de sillas para que las madres se sentaran a escuchar la música y a vigilar de cerca a sus hijas.
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