Hubo un tiempo en el que un tendero de barrio era más conocido y más importante que un ministro. La gente de mi barrio conocía más a Rafael Fenoy o a Pepe Junco que a cualquier concejal de nuestro ayuntamiento. El tendero tenía la potestad de las cosas que realmente eran importantes entonces: la comida, las pastillas de jabón, las cuchillas para afeitarse.
El tendero era un centinela que siempre estaba de guardia. Aunque su negocio tuviera las puertas cerradas, uno sabía que siempre estaba allí, detrás de la puerta, y que bastaba con tocar dos veces para que se levantara de la mesa y te diera el paquete de azúcar o el litro de aceite que se te había olvidado.
José Junco López, ‘Pepe Junco’, era uno de aquellos personajes imprescindibles. Su tienda, en la calle de San Juan, frente a la tapia del Cuartel de la Misericordia, alumbró la vida de todo un barrio desde que en 1957, el tendero se quedó con el viejo comercio que había sido propiedad de don Andrés Marín Rosa. Pepe Junco la renovó para adaptarse a los nuevos tiempos y convertirla en un gran supermercado donde se podía comprar desde una vela o un retal para hacer un vestido, hasta los mejores embutidos que traía de Serón o el célebre papel de estraza con el que entonces se liaban los garbanzos, las lentejas o las docenas de huevos.
En aquellos tiempos los tenderos no se hacían ricos, pero eran unos privilegiados porque aunque se pasaban la vida trabajando y apenas tenían descanso semanal y no conocían las vacaciones, no tenían que obedecer órdenes de nadie y ganaban lo suficiente para mantener a sus familias con holgura. Cuántas carreras salieron de las cajas registradoras de los tenderos de barrio cuando irse a estudiar a Granada era un lujo.
Unas semanas antes de Navidad la tienda era una fiesta. Montaba grandes escaparates que no los tenían ni en el Paseo. Adornados con luces de colores brillaban como estrellas los embutidos de Serón, los mazapanes con forma de figuras, los turrones de todos los gustos, las peladillas y los mantecados, y en el fondo, colgados del techo, más de ochenta jamones que en aquellos años eran el sueño imposible de los pobres.
Las mujeres de La Chanca, del Reducto, de la Plaza de Pavía y de San Antón hacían sus encargos navideños en la tienda de Pepe Junco, y había que ver la imagen de los muchachos encargados de los repartos, llevando la mercancía en un viejo carrillo de tres ruedas que a su paso iba dejando un reguero a sobradada, a salchichón, a dulce, que a veces era seguido por un batallón de niños que se alimentaban sólo con el perfume de aquellos manjares.
Las mañanas eran frenéticas, mientras que por las tardes, cuando la venta se relajaba, Pepe Junco aprovechaba para vestirse con elegancia y recorrer las calles armado de su carpeta de representante para ofrecer sus mercancías a los pequeños comercios.
Cuando a finales de los años ochenta la tienda echó el cierre, la calle de San Juan se quedó sin ese chorro fresco de vida que le dieron durante décadas aquellas mujeres que hacían colas para comprar los retales y los niños que se pegaban a los cristales del escaparate para comerse con los ojos las onzas de chocolate imposibles.
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