Todos teníamos en la escuela de tiza blanca y crucifijo en la pared uno de esos camaradas de pupitre que desaparecían a mitad del curso. Era cuando la clase se asemejaba a aquella del profesor Perbono que narraba Edmundo de Amicis en Corazón, en la que también se producía siempre la marcha inesperada de algún niño calabrés.
Era fastidioso, cuando te habías aficionado a ver todas las mañanas el mismo jersey de pico, el mismo flequillo rebelde, tener que despedir a ese compañero de recreos infinitos, de lecciones de geografía, al hijo del cabo o del brigada o del sargento, que cambiaba de pueblo como los feriantes.
Habías aprendido con él aquellos mapas de Castilla La Nueva y La Vieja, a disparar granos de arroz por el tubo del bolígrafo, a que antes muerto que chivato. Y de pronto se iba, sin venir a cuento. Y lo veías a él, a su padre con el uniforme y a toda la familia, subirse a un coche y largarse a cualquier otro lugar de españa. Ya nunca más volverías a verlo y, sin embargo, a pesar del paso de los años- 30, 40, 50- te sigues acordando de sus dos apellidos, como si estuvieras aún oyendo la cantinela diaria del maestro pasando lista y a los alumnos contestando ‘presente’.
Esa vida trashumante de las familias de guardias civiles impregnó durante décadas a esta provincia, a este país, cuando las casas cuarteles de los pueblos eran como micromundos, territorios cerrados en los que se mezclaban las familias, el trabajo y la jerarquía, entre personas que compartían letrinas y el efluvio de los guisos saliendo por las ventanas.
Eso debió sentir muchas veces, a lo largo de su vida, el cabo Pedro Vence, un guardia gallego que encontró sosiego en Almería, después de mucho zurrón y mucho camino.
A más de mil kilómetros de As Santas de Rodeiro, el pueblo pontevedrés donde nació en 1919, pudo formar una familia, con cambios de destino más domésticos.
Fue muy conocido en Almería como el Cabo de San Telmo, porque allí, en esa atalaya almeriense, donde pegaban y pegan todos los vientos del mundo, pasó muchas noches abrigado en su capa verde oliva, avistando la oscura pátina de Bayyana bajo los muros de La Alcazaba.
Fue el mayor de trece hijos y muy joven decidió emanciparse del pazo para aliviar la carga familiar. En vez de emigrar como sus hermanos a la Argentina, al Brasil o a Venezuela, él decidió hacerse guardia civil.
Tras unos años por Valencia, recaló en Níjar, donde conoció a la que sería su mujer, María Dolores Pérez, con la que concibió seis hijos, que también tuvieron que cambiar de colegios y dejar pupitres vacíos a mitad de curso. Como ambulantes, marcharon al puesto del Algarrobico carbonero, donde coincidieron con los guardias Salcedo y Marín, frente a un mar inmenso donde las barcas llenaban el copo de galanes y roncaores, frente a una playa rubia presidida hoy por una mole de cemento sentenciada a muerte. Allí se relacionaban con Catalina y José Vicente, los guardeses de la finca de Juana Fuentes y Juan José Giménez, y con ellos acudían a coger agua buena del caño con las cántaras, junto a los algarrobos.
Al poco, marcharon los Vence al destacamento del Pozo del Esparto, donde los guardias hacían lumbres para calentarse, mientras vigilaban el contrabando. Y de esa zona fronteriza, a Rodalquilar, a la California almeriense, cuando las explotación estaba en un momento álgido, a esa tierra de cortijos donde nació La Colombine. Compartían los hijos del cuerpo entonces, los anhelos y las desdichas de los mineros de Adaro, que vivían arañando la tierra en busca del oro que les daba la vida y la sepultura.
El cabo, al que no se le desvanecía el acento de la Rías Baixas, maduró enmedio de ese páramo de fundiciones y viviendas cuadriculadas, en ese trajín diario de niños, mujeres y hombres, cuando Rodalquilar tenía escuela, iglesia y hasta campo de fútbol.
Languideció el poblado y cerró sus puertas porque al Instituto Nacional de Industria no le salían ya las cuentas y Vence fue asignado a un destino fetén, a la Comandancia de Almería, en plena Puerta Purchena, donde hoy se levanta el edificio de la Gestoría Arcos y después al viejo puesto de carabineros de El Zapillo, que compatibilizaba con las pernoctas en San Telmo.
Allí, en ese paraje tenebroso, pasó muchas jornadas de servicio, vigilando el Cañarete, el Palmer y todos esos ramblizos intrincados y secos como una sepultura. No eran ya tiempos de maquis por la Ballabona, ni de preguntar ‘quién va’, ni del santo y seña, pero las noches se hacían eternas, siempre en pareja, según el estadillo del día, con el tricornio brillante de charol, ya no con sable prusiano, ni con tercerola de los tiempos del Duque de Ahumada, pero sí con pistola y ojo avizor.
Muchas de sus historias de cabo de la Benemérita tienen que ver también con su destino como comandante de puesto en Aguadulce y en el Parador, cuando empezaban a llegar los primeros colonos de La Rábida y Albuñol a sembrar tomates en arena, cuando patrullaba a caballo, como un centurión romano, persiguiendo malhechores por las playas escondidas y por los montes de Enix.
Eran servicios de sol a sol, aliviados solo por el café negro y un pitillo tras otro, con los ojos bien abiertos, porque nunca pasaba nada, hasta que pasaba: un pleito de lindes con navajas, un estraperlista que intentaba burlar el fielato, un ladrón de gallinas como El Lute en noches sin luna o una trifulca de vino y faldas en la Venta Eritaña. Cuando finalizó su tiempo activo, el gallego Vence, ya con sus ojos gastados de tanta vigilia, con sus hijos crecidos, inició una nueva etapa como agricultor en la Huerta Bacares de la Villa de Níjar, la tierra de su mujer, donde, y sin tener que coger nunca más camino y manta, cultivó, con la paciencia de Job, patatas, pimientos, cebollas, higos y engordó cerditos, hasta que terminó sus días y en esa misma tierra de adopción fue sepultado, llevándose consigo, el entrañable Cabo Vence, toda una retahíla de peripecias bajo la luz de San Telmo que quedarán anónimas para siempre.
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