Su tiempo ya había pasado, los años de esplendor quedaban lejos, perdidos en la memoria de la fértil Vega de Almería. El Cortijo Grande, que en otra época estuvo rodeado de árboles y palmeras, que llegó a cultivar hermosas plantaciones de panizo, cebada, remolacha y alfalfa, se fue quedando vacío, varado entre las vías del ferrocarril y las cortijás que sobrevivieron al avance irremediable de la ciudad. A comienzos de los años setenta sus campos se quedaron yermos y en los establos ya no había olor a estiércol ni se respiraba el aroma cálido de las vacas. Los árboles se fueron secando y las flores de los jardines se marchitaron en medio de tanta soledad. Las boqueras se llenaron de broza y el lugar se quedó desierto y se convirtió en un territorio de paso para los vecinos del Zapillo que cruzaban por aquellos arrabales para ir al barrio de Los Molinos a comprar la carne de los Díaz. Las mujeres, cuando pasaban delante de las tapias del cortijo, se santiguaban delante de una pequeña Virgen que encerrada en una hornacina de cristal bendecía aquellos parajes en los buenos tiempos. Los caminantes solían detenerse unos segundos ante la imagen para rezar en voz baja y pedirle alguna ayuda
Allí estaba, destacando en medio de los cortijos y de los huertos, el edificio que fue mansión de los Padres Jesuitas. En 1941, cuando la casa-convento fue bendecida e inaugurada como residencia de San Ignacio, destinada al retiro espiritual, los caminos que llegaban al Cortijo Grande se llenaban de gente cada vez que había ejercicios espirituales y la presencia constante de las monjas y de los jesuitas le dio un aire de ciudad a aquel paraje rural perdido en medio de la Vega. El primer coche que vieron circular por el camino que venía de la Ciudad Jardín fue el del médico Carlos Palanca cuando iba a la mansión de los jesuitas. Entonces rondaba la juventud por aquellos lugares, los grupos de muchachos y muchachas que acudían a fortalecer su alma, y que se mezclaban con los vegueros que cultivaban las tierras y cuidaban del ganado que les daba la carne y la leche. Cada dos semanas, la casa recibía a grupos de veinte jóvenes que durante cinco días quedaban alojados en sus habitaciones en régimen de internado.
Cuando la residencia de los curas se quedó vacía, a finales de los años sesenta, la vida de aquellas cortijás también tenía sus horas contadas. En enero de 1970 utilizaron el convento como albergue para familias que habían resultado damnificadas en las últimas inundaciones, pero unas semanas después, el caserón se quedó abandonado para siempre. La imagen de un crucifijo derrumbado sobre la puerta y el ruido de las ventanas que se abrían y cerraban empujadas por el viento, le dieron un aire siniestro que alimentó de leyendas la imaginación de los niños que se internaban por aquel lugar en busca de aventuras. Los vegueros, para espantar a las pandillas, aseguraban que dentro de la finca había un cementerio y que los espíritus de los curas vagaban todavía por los pasillos buscando almas inocentes para reencarnarse.
El Cortijo Grande se convirtió entonces en un territorio aislado, en un lugar de paso que se llenaba de sombras y de miedos a medida que iba cayendo la noche. Impresionaba pasar por allí, delante de la vieja tapia venida a menos donde no quedaba más rastro de vida que la presencia de la figura de la Virgen refugiada en su polvorienta hornacina. En aquel mundo de sombras la silueta de la Casa de los Jesuitas parecía un fantasma en medio del páramo. Sobresalía como un gigante derrotado entre los cortijos solitarios, con su fachada mugrienta y llena de humedad, abierta por un ejército de ventanucos que se abrían y cerraban a capricho del viento. Arriba, en la azotea, una enorme cruz de escayola, rodeada de crucifijos de madera, le daba a la casa un aspecto más siniestro.
En las noches oscuras, cuando el viento soplaba con fuerza, eran pocos los que se atrevían a internarse por allí. La falta de luz y los ruidos que parecían salir de las mismas entrañas del convento abandonado, convertían este rincón en un camino poco recomendable. Del Cortijo Grande sólo fue quedando el nombre. Los huertos se secaron como las acequias que lo rodeaban, y sin agua, sin gente, sin árboles, sin siembras, sin frutas, sin vacas y sin leche, los aromas de la Vega desaparecieron. Ya no hubo más primaveras en el cortijo, ni más señales de vida que la de los niños del Tagarete que cruzaban los viejos bancales corriendo campo a través, y los ruidos que llegaban a lo lejos de la fábrica de la Celulosa, que llenaba de humos y malos olores toda la Vega.
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