No había entonces aún penicilina que le salvara la vida a Juan Ventura, el hijo de un asentador de verduras en el Mercado Central, natural de La Cañada de San Urbano. Murió de una leve infección en el oído que fue ramificando como un ficus maldito por todas las entrañas de su cuerpo, dejando viuda y cuatro hijos, allá, entre las fértiles boqueras de la vega.
Ella, Josefa Belmonte Román, sin haber cumplido aún los 30, vestiría de negro para el resto de su vida. Nunca más aliviaría su luto Mamá Pepa, y así la conocieron sus hijos y todos sus nietos: con sus vestidos oscuros, con sus pendientes azabaches, como sus ojos, como una heroína de los bancales, una leona de las que escribía Juan Valera, que en vez de llevar un puñal en la liga contra los franceses, portaba una hoz entre sus manos para segar los caballones de malas hierbas.
Josefa Belmonte, la hija de Emilio el aparcero, simboliza ese espíritu indómito de tantas viudas almerienses de la Postguerra que tuvieron que sacar adelante a sus hijos y las tierras de labor, aprendiendo día a día, mezclándose entre los hombre en los tratos y en las corridas, empujando el carro cargado de patatas y de acelgas, como una más.
Josefa contribuyó a construir, sin saberlo, la humilde historia de la Cooperativa Agrícola y Ganadera de San Isidro, la gigantesca CASI actual, convirtiéndose en la primera socia de la empresa, en 1945, con el número de carné 18. Nació esta jabata de mirada penetrante en La Cañada en 1903, en una finca hermosa con muros y portón que llegaba hasta La Algaida. Con 18 años, cuando solo había aprendido las cuatro reglas, se casó con uno de los mozos de los Venturas y se fue a vivir al espacioso cortijo de Las Terreras, al lado de El Bobar, sobre unas tahúllas feraces que daban trigo, maíz, cebada, patatas, tomates que se regaban con acequias morunas y se araban con yuntas de vacas.
Toda esa vega, más allá de los lindes del Andarax, era la huerta que abastecía a la ciudad uvera y minera de sabrosa fruta y verdura y de la harina con la que se cocía el pan y los roscos por la Pascua. Al lado de los Venturas estaban otros cortijos como El Jabato, Los Cojos o Los Alarces y un pozo del que bebían agua las familias y las bestias y una balsa llena de ranas donde se refrescaban durante el estío.
El marido de Josefa trabajaba también con su padre, Juan Ventura Andújar, en las corridas de la Plaza del Mercado, en la compraventa a minoristas y enviando género a Melilla y Barcelona, en ese ambiente de números, kilos y café de achicoria. Hasta que pasó lo que nadie esperaba y Josefa, con 28 años, se quedó a cargo de cuatro hijos -Josefa, Juan, Francisca y María- , cuatro yuntas de vacas y once jornaleros.
Eran tiempos de economía de subsistencia y Josefa se convirtió, a la fuerza, en una veguera más, para salir adelante con redaños, con un niño varón de ocho años que apenas le podía ayudar aún y que con el tiempo se convirtió en presidente de la CASI, mientras las niñas acudían al colegio de Antonio y Antonia Martín en el Bobar.
Hasta los años 60 en La Cañada y en los Llanos de El Alquián se vivía de la tierra y también de los animales que había en cada cortijo: gallinas para huevos, bueyes para labrar, burras para cargas, cabras para la leche, ovejas para lana y chiros para la matanza.
El Cortijo de Josefa tenía una gran era donde las cuadrillas de segadores depositan en verano las espigas y después se alimentaban de gazpacho de verano.
También acudían a la Vega hombres y mujeres de los pueblos del interior como Fiñana a hacer la recolección del maíz durante el día y por la noche jugaban a las cartas bajo la luz de la luna y descansaban en improvisadas chozas de paja.
No había aún tractores y había que desperfollar las panochas de panizo que iban depositando en grandes canastos de pleita. Con el grano hacían harina para amasar, con el corazón del panizo hacían combustible para el fuego de la cocina y con la perfolla cernían forrajera para los animales de la cuadra y colchones para las camas.
Todo se aprovechaba en esos tiempos en los que se creó la cooperativa y Josefa, como vio que era bueno, se afilió para conseguir fiada la semilla de la temporada, del cuarenteno o del muchamiel y para poder vender las patatas de forma organizada.
No habían llegado aún los enarenados ni los primeros invernaderos, pero se intuía ya que esa tierra cañaera iría prosperando, como esa matrona viuda de grandes ojos negros y espíritu indómito que hacía de su cortijo un enorme fortín desde el que resistir las penurias de la época.
A finales de los 50 empezaron las primera corridas de frutas y hortalizas, con Procampo, Los Sáez, los Córdoba, Los Cocheros, Antonio Miras, los asentadores del Mercado fueron abriendo sucursales de subastas en la zona de Los Partidores, así como la propia CASI, y fueron refulgiendo los primeros destellos de prosperidad, entre esas familias propietarias o aparceras, que habitaban cortijos de nombres tan sensuales como El Violín, Puerto Rico, La Cabata, La Fariña o La Palmera.
Josefa, mientras tanto, se daba apaño con todo, igual arrancaba las malas hierbas de las acequias, que anotaba los jornales o se encargaba del papeleo con el Servicio Nacional del Trigo, que obligaba, en esos tiempos de constricción a sembrar determinadas tahúllas de cada variedad.
Las mujeres siempre estuvieron presentes en esa vega neolítica, milenaria, y también en la cooperativa CASI que hoy emplea a más de mil trabajadores, casi todas mujeres, y vende tomates por valor de 185 millones de euros. Primero fue un papel discreto y poco a poco fueron ganando protagonismo, a través de pioneras como Josefa, ocupando también cargos, como Rosa Moreno, primera mujer directiva de la cooperativa. Después y hasta ahora fueron ascendiendo y hoy el cargo de gerente lo desempeña otra Belmonte llamada Rosa, después de que todo empezara con mujeres anónimas como Josefa, una humilde viuda que hizo de cada día de su vida una cotidiana victoria.
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