Su leyenda se forjó encima de una moto callejeando por el barrio de la Alcazaba con el motor trucado y el tubo de escape vomitando fuego. Era un jinete montado en un ruido, una sombra fugaz que se cruzaba como un rayo dejando una estela de humo y olor a gasolina quemada. Era una parte más de la máquina, la prolongación del manillar con la manos cubiertas de grasa, como si hubiera nacido encima de una moto.
En la calma de las siestas de las tardes de verano, cuando pasaba un coche de vez en cuando y no se escuchaba otro ruido que el hombre de los Iguales cantando el último número que le quedaba, de pronto aparecía el estruendo de un motor con anginas que iba despertando al barrio a marchas forzadas. No hacía falta asomarse a la puerta para saber que allí iba Ángel el pintor, y que seguramente, detrás, aparecerían los municipales de un momento a otro.
Subía por la calle de la Reina y como una estrella fugaz se iba desvaneciendo en la nube de polvo que iba dejando a su paso, sin mirar atrás, sabiendo que querían cazarlo por correr más de lo permitido y por llevar el motor trucado. Cuando se veía acorralado, cuando se imaginaba a los municipales relamiéndose y sacándose del bolsillo la libreta de las multas, desafiaba a la gravedad volando cuesta abajo o lanzándose sin pensarlo por los escalones de la calle Descanso.
Tanto riesgo, tanta velocidad, tanto tiempo saltándose las normas y desafiando a los guardias lo conviertieron en una leyenda en su barrio y le dejaron un apodo de por vida: Ángel ‘el Loco’.
No hubo nadie que corriera más que él. No existió en Almería otro piloto tan valiente e irracional, capaz de convertir cualquier calle por estrecha y angosta que fuera en el circuito del Jarama. Se decía entonces que Ángel Nieto, a su lado, era un aprendiz, y que era capaz de llevar la moto sin manos, de subir hasta el primer recinto de la Alcazaba escalón a escalón, sin necesidad de poner los pies en el suelo, y de bajar por los escalones del Corazón de Jesús del cerro de San Cristóbal y en mitad del camino girar hacia arriba sin rozar el suelo con los pies.
Más que una afición, lo suyo fue una forma de entender la vida. Encima de una moto se transformaba, le cambiaba el humor, se convertía en un héroe admirado por la aristocracia juvenil de la época que anidaba en la puerta de los bares y en las salas de los futbolines. Si alguien llegaba con la noticia de que en otro rincón de la ciudad había surgido un piloto invencible, no tardaba en aparecer Ángel el pintor pidiendo referencias para retarse con el adversario.
Cuando alguien le pregunta que de dónde le viene la vocación, él responde que desde chico, cuando siendo niño jugaba en el patio de su abuela, en la calle de Almanzor, con un ciclomotor ‘Mosquito’ que su padre conservaba como una reliquia. No había hecho la Primera Comunión cuando en vez de estar corriendo detrás de una pelota como los otros niños de su calle, él se dedicaba a manejar la ‘Mosquito’ sin autorización.
Cuando llegaban los Reyes no quería otro regalo que una moto, pero no de juguete, sino una moto de verdad para poder arrancarla, para poder escuchar el ruido del motor, para poder disfrutar del perfume de la gasolina. Tenía catorce años cuando su tío Nicolás le regaló una Ducati de 48 centímetros cúbicos y él se entretuvo durante varias semanas en reinventarla para que sirviera tanto para hacer velocidad como para competir en motocross.
Por aquel tiempo ya había empezado a trabajar. Se había salido del colegio antes de tiempo. La escuela era una cárcel para un pirata callejero que no estaba hecho para obedecer ni para estar sentado más de treinta segundos delante de un libro. Su padre le enseñó los secretos de la pintura y no tardó en destacar como un blanqueador notable. Pero mientras estaba subido en las escaleras, con la brocha en la mano, su mente se iba detrás de la primera moto que pasaba y entonces empezaba a soñar con las carreras en la boca del río y los primeros campeonatos locales donde llegó a conocer a pilotos de la talle de Carlos Escaso, los hermanos Martínez, los Felices, los Palma o los del Quinto Toro, con los que compartía la misma pasión.
En los años de juventud hizo sus pinitos como mecánico en el taller de Manuel Pastor, en la calle Borja, y de allí salió convertido en un ingeniero. No hubo moto en todo el barrio de la Almedina y alrededores que no pasara por las manos de Ángel Martín. Las desmontaba pieza a pieza hasta que componía otra moto distinta. De aquellos inventos recuerda una Ossa Phantom de 250 a la que bautizó con el nombre de ‘el caballo de Atila’ porque “no hubo dios que pudiera manejarla. Era tan rebelde, que nunca pude domarla”, asegura.
Un día, en una de las carreras que él mismo organizaba contra su sombra, la moto derrapó a la altura del Club de Mar, en Pescadería, y fue rodando por el suelo a lo largo de doscientos metros. Fue un golpe brutal. Se rompió la clavícula por varias partes y estuvo hospitalizado durante un mes con todo el cuerpo magullado. Se dijo entonces que aquel percance iba a ser definitivo, que la leyenda de Ángel ‘el Loco’ ya se había terminado, hasta que unas semanas después, todavía con las heridas sin cicatrizar, lo vieron aparecer por la cuesta de la Alcazaba haciendo el ‘caballico’ y con los municipales pisándole los talones.
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