Cuando el quiosco de Palenzuela dejó la Rambla de Obispo Orberá para instalarse a lo grande en un local de la calle de Murcia, allá por 1967, el establecimiento era conocido como la tienda de la peseta. En aquellos tiempos un niño con una peseta en el bolsillo tenía un amplio abanico de posibilidades a su alcance. Entrar a la tienda con una peseta te daba el estatus de cliente y podías comprarte una bolsa de pipas y los otros dos reales emplearlos en caramelos o en dos barras de regaliz de dos colores, por lo que tenías género para estar comiendo una hora. Si hoy vas a la tienda con diez céntimos, que redondeando podía ser el equivalente a la peseta, el tendero sólo te podría ofrecer el recipiente de las nueces para olerlas.
Mucho han cambiado los tiempos desde entonces. Ya no existen las pesetas y también han desaparecido los niños de las calles. Hace cuarenta años había días que se formaban colas delante del mostrador a la salida del colegio. Ir con la pesetica en el bolsillo a por caramelos era un acontecimiento para la chiquillería de entonces. Hoy, para ver un niño por la tienda hay que mirar el retrato de la Primera Comunión que el propietario tiene guardado en una caja de membrillo en su despacho.
En la tienda que montaron en la calle de Murcia fue creciendo la familia Palenzuela. Céntimo a céntimo crearon su pequeño imperio y a fuerza de sacrificio consiguieron convertirse en auténticos magnates de los frutos secos y las golosinas. Ganaban para vivir; siguieron ganando para ahorrar y comprarse el primer coche, y después para tener un piso en propiedad y un futuro más o menos resuelto.
Tenían la competencia de Roque Morales y de la galería de Antonio Hernández, dos grandes negocios de la calle, pero como había tanta demanda, los tenderos no rivalizaban, ni se miraban de reojo como si fueran enemigos. Los tenderos de entonces, si llegaba un cliente y no tenían lo que le pedían, no dudaban en mandarlo a la tienda de la esquina.
La calle de Murcia sigue estando en el mismo sitio que antes, pero ha perdido esa fuerza brutal que tenía como lugar de paso. Ya no se ven niños, ni tampoco el chorro continuo de mujeres que a la hora de la compra cruzaba desde el otro de la Rambla de Belén hacia el centro de la ciudad. También desaparecieron de la circulación los soldados de remplazo. Ahora tenemos legionarios en Viator, pero están arraigados en la ciudad, no son aves de paso como eran los reclutas del campamento, que bajaban en bandadas dispuestos a gastarse la paga de la semana. Se quitaban el hambre con los bocadillos del bar ‘El Comandante’ y se llenaban la guerrera de cacahuetes, avellanas y garbanzos de la tienda de Palenzuela antes de meterse en el cine. Las primeras sesiones de los domingos de las salas de los cines de los años setenta se llenaron con las siestas de miles de reclutas que encontraron en la oscuridad y en el anonimato del cine el mejor refugio donde ponerse a salvo de la dura realidad.
Manuel Palenzuela, que lleva medio siglo detrás del mostrador, echa de menos aquellos años en los que tenía tanto trabajo que había tardes que se tenía que quedar a almorzar dentro del local, sobre todo en el mes de diciembre. Es verdad que han cambiado los hábitos de los clientes, que ya no hay soldados ni niños sueltos, pero él mantiene que el declive de los negocios tiene también mucho que ver con el deterioro que ha sufrido la calle. “La reforma que hicieron hace unos años nos hizo mucho daño a los comerciantes porque se llevaron por delante los aparcamientos. Antes era una calle de paso. Venían clientes de los pueblos, aparcaban cinco minutos en la puerta, llenaban el coche de género y se iban. Hoy no tienen donde aparcar y prefieren ir a las grandes superficies donde encuentran más comodidades”, asegura.
También se queja de que el olvido que sufre la calle de Murcia no se soluciona ni en fechas señaladas como puede ser la Navidad. “Echamos de menos que nos pongan alumbrado como sí ocurre en otras calles del centro”, lamenta. Esta pérdida de tránsito y de pujanza, que a su juicio está minando la vida comercial de la calle, se deja notar en los muchos locales vacíos que se pueden encontrar desde la esquina de la iglesia de San Sebastián hasta la Rambla. “Estamos sobreviviendo los empresarios que tenemos la suerte de ser propietarios de los locales. El que quiere buscarse la vida partiendo de un alquiler no aguanta ni tres meses”, me cuenta.
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