El gasógeno fue el combustible pobre con el que sobrevivimos durante el aislamiento de los primeros años de la posguerra, cuando había que suministrar los recursos con cuenta gotas, cuando teníamos que inventarnos nuestro propio combustible, cuando para poder llevar un coche había que guardar cola para retirar los vales para la gasolina en las oficinas que Campsa tenía en la Puerta de Purchena.
En septiembre de 1941 salió a la calle un bando en el que se prohibía a los coches de turismo circular de sábado a lunes para ahorrar combustible. Efectivos de la guardia civil y de la policía municipal vigilaban las carreteras de acceso a la ciudad y paraban a los conductores para pedirles la autorización obligatoria. En febrero de 1944 se agudizó la restricción de petróleo de tal forma que se prohibió la circulación de coches y motocicletas, excepto a los que estaban adaptados para funcionar con gasógeno. Los vehículos oficiales necesitaban un permiso para transitar por la ciudad, así como los coches y las motos de los médicos y el personal sanitario.
Los taxis que no tenían puesto el gasógeno podían trabajar solamente en días alternos, los que su matrícula acababa en número par circulaban los días pares, y los que terminaban en impar, los días impares.
El gasógeno se convirtió en la alternativa a la gasolina. “Automovilista, su motor no se perjudicará si lo equipa con el modernísimo gasógeno Ordóñez, declarado de utilidad nacional”, decía la publicidad que puso en marcha el taller ‘Radiadores Ortiz’, de la calle Navarro Rodrigo.
También funcionaba con gasógeno la camioneta que hacía el servicio con Viator, la popular Parrala, que llevaba incorporada, en la parte trasera, un generador de gasógeno. Los niños de la Carretera de Granada, cuando salían del colegio de Calvo Sotelo, se iban a las cocheras de Ramón del Pino a jugar con la Parrala. Su misión consistía en ayudar al chófer a ponerla en marcha: ellos le daban a la manivela para encender el artefacto y a cambio, el conductor los dejaba subirse en el coche y los llevaba, en un paseo triunfal, hasta la Plaza de San Sebastián, donde estaba la parada oficial del servicio. No era la única, la camioneta del campamento tenía que afrontar un recorrido sembrado de paradas: salía de San Sebastián, paraba en el surtidor de gasolina de la Rambla, frente al bar la Gloria, paraba en la Carretera de Granada donde estaban las cocheras de la empresa, paraba a la altura del cementerio, en el bar la Cepa, en Huércal, en Viator y en el campamento de los soldados.
En cada parada se bajaban y se subían pasajeros, por lo que el coche tardaba más de una hora en completar el trayecto. En aquellos años de la posguerra casi siempre solía ir repleto, por lo que era frecuente ver a los viajeros subidos en la baca, donde también llevaba asientos. Se accedía por la parte trasera del vehículo, a través de una escalera de hierro. La baca de la Parrala era muy utilizada por los reclutas cuando venían de paseo a la ciudad y por los lecheros que encontraban en el techo el espacio que necesitaban para poder llevar sus cacharros de lata.
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