Los antiguos monaguillos de Regiones se pasaron media vida contando la anécdota del día en que el padre Burló se cayó en una zanja cuando el barrio estaba en construcción. Y de cómo se incorporó del agujero, con la sotana cubierta de tierra y el cuerpo magullado, sacudiéndose con disimulo y dando gracias a Dios porque nadie había contemplado aquella ridícula escena que podía haber acabado con el prestigio de cualquiera. Hubo un tiempo en el que los monaguillos eran los pies y las manos de los curas, lazarillos de sacristía que conocían todos los secretos de su parroquia y casi todas las debilidades de los que la habitaban. Los monaguillo eran la memoria de los sacerdotes: “Niño, ¿dónde me he dejado la llave del arcón?”, y allí estaba el acolitillo para rescatar la llave perdida o para recordarle al clérigo que el vino se estaba terminando.
Porque también hubo un tiempo en el que el vino era algo más que la sangre de Cristo y formaba parte de la vida diaria de las parroquias y de las misas de los domingos. Don Francisco Sánchez Egea, aquel curilla bonachón con el cuerpo maltrecho por una joroba, que durante más de treinta años ejerció su vocación en la Catedral, mantenía una batalla permanente con los monaguillos cada vez que descubría que la capacidad de la garrafa había disminuido de forma sospechosa. En las tardes de verano, a esa hora en la que el templo estaba todavía vacío, al cura le gustaba sentarse en una butaca que colocaba junto a la puerta que comunicaba la sacristía con el patio de los seises. Era un lugar sombrío, abierto a la suave corriente de aire que entraba del patio, un auténtico paraíso a la hora de la siesta, donde el bueno de don Francisco no tardaba en quedarse dormido. En esos momentos aparecían los monaguillos para sacarle del bolsillo de la sotana la llave del cofre donde escondía el caldo sagrado y celebrar su pequeño festín aprovechando el sueño del burlado. No era un vino cualquiera, aquel vino de la Catedral era un dulce abocado que traían de la bodega Montenegro, que en el paladar de los niños se convertía en un regalo de Dios.
Don Francisco era muy exigente para el vino y si alguna semana lo compraban sin su permiso en otro sitio que no fuera el Montenegro, el cura montaba en cólera y se ponía de mal humor. “Ya habéis traído vino de misa”, decía.
El vino dulce hizo una gran labor de apostolado y en el tiempo en que la sagrada forma se ofrecía a los pecadores untada en vino, tanto la Catedral como el templo de las Puras se llenaban hasta la bandera; se llegó a dar el caso de chiquillos que pasaron a comulgar dos veces para poder disfrutar de aquel néctar milagroso antes de ser descubiertos en su engaño. A don Enrique Vázquez de Leyva, otro sacerdote de la Catedral, lo que más le molestaba es que los monaguillos no se supieran las oraciones y las principales frases en Latín. En una de aquellas misas mañaneras cuando los niños estaban entonando las estrofas del ‘confiteor’, aquellas que decían: “Yo, pecador me confieso a Dios Todopoderoso”, los acólitos se saltaron media plegaria y el cura, ante la sorpresa de sus parroquianos, dijo en voz alta: “Estáis con hambre esta mañana: os habéis comido la mitad del confiteor”.
Había monaguillos vocacionales, niños con cara de curas que desde el colegio ya se intuía que iban a ser carne de seminario. Pero dentro del gremio había también auténticos granujas que se iban transformando en santos cuando se enfundaban la sotana y el roquete. Uno podía ser un golfo de prestigio dentro de su pandilla callejera, pero cuando te vestías de monaguillo tenías que aprender a poner cara de bueno, lo mismo que aprendías a comportarte cuando jugabas en la puerta de la iglesia, dentro de la jurisdicción de los sacerdotes. Los monaguillos conocían todos los rincones de la iglesias y entraban en la vida íntima de los curas más allá del templo. Si el sacerdote necesitaba un recadero solía echar mano de los niños con los que ya tenía confianza porque eran ellos los que le ayudaban a vestirse en la intimidad de la sacristía, y eran ellos, los monaguillos, los que sabían si al clérigo le gustaba un vaso de más o roncaba en la siesta. Los monaguillos cruzaban por el umbral de la adolescencia envueltos todavía en aquellos hábitos antiguos que se les habían quedado pequeños en el último estirón.
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