En los años de la posguerra se jugaba al fútbol a todas horas, se organizaban frecuentes combates de boxeo en las terrazas de cine y de vez en cuando se celebraban carreras de atletismo, que casi siempre se organizaban en fechas señaladas para festejar algún acontecimiento político o para enriquecer el programa oficial de la Feria de agosto. Los atletas de entonces lo eran por selección natural: si tenías condiciones innatas para correr, corrías, porque no existía la preparación física ni se conocía la fórmula para fabricar un atleta a base de entrenamiento y dietas.
Para fomentar el atletismo, el Frente de Juventudes creó equipos que puso en escena con el nombre de centurias, que competían en los campeonatos locales de Falange.
En la capital las centurias más destacadas de aquellos años eran la de Juan de Dios Calatrava, la de Ángel Montesinos, la de Alejandro Salazar y la del colegio de la Salle. Para los grandes eventos llegaban desde la provincia destacados equipos como la centuria Otumba de Berja, la Bailén de Albox, la Roger de Flor de Laujar, la Santo Tomás de El Ejido y la Trafalgar de Adra, que participaban en aquellos maratones de quince kilómetros que convertían las calles de Almería en un inmenso circuito. Entre los corredores que destacaban entonces, estaban los nombres de Rafael Soriano, Antonio Sáez, Antonio García, Manuel Tamayo, José Rueda, Antonio Yanguas, José Zapata, Antonio Villarino, Juan Aguilera, José Flores y Francisco Fernández.
La fotografía de la página nos cuenta como se desarrollaban aquellas competiciones callejeras de posguerra y como eran loso cuerpos de nuestros sufridos atletas y sus indumentarias. La equipación no podía ser más rudimentaria: la camiseta era la misma que utilizaban los del Frente de Juventudes para ir a los campamentos de verano o para asistir a un desfile, pero con la informalidad que le daba los botones desabrochados por el calor y el cansancio. Las zapatillas eran zapatillas de verdad, como las que llevaban los hortelanos en sus cortijos, blancas como la leche y con una aspecto de alpargatas que no se podía disimular. De tanto uso lo normal es que estuvieran agujereadas por la punta del dedo gordo, recreando una cámara de aire improvisada. No era el calzado más apropiado para correr por un piso que no era tartán ni siquiera asfalto. El suelo del malecón de la Rambla, que era una de las avenidas principales del circuito, estaba sembrado de agujeros que se transformaban en charcos si había llovido unos días antes.
A pesar de las dificultades, aquellos jóvenes eran generosos en su esfuerzo y corrían con los puesto y en muchos casos con los estómagos vacíos. Lo hacían por el puro placer de la carrera y de la competición, en un tiempo en el que no tenían kilos de sobra para dejarlos en el deporte.
Corrían sin protocolos, sin ningún plan, en una época en la que no existía el calentamiento, ni las roturas fibrilares, ni los batidos de proteínas, ni las barritas de cereales ni los pulsómetros, ni tampoco existía el dopaje, aunque aquel que afrontara la carrera con un plato de lentejas en el estómago ya le sacaba varios cuerpos de ventaja a sus rivales.
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