Siempre era igual para Julián en el instante supremo del salto: la garganta se le secaba, la distancia al suelo se agigantaba -como al lanzador de un penalti se le achica la portería- el miedo le atenazaba hasta paralizarlo durante unos segundos eternos.
Desde allí arriba, desde el pletín de la Casa de La Peña, el edificio más alto de la Almería aún horizontal de Celia Viñas, Julián divisaba abajo las cabezas de la muchedumbre abigarrada con sus trajes de domingo, que ocupaban toda la Plaza Circular; divisaba también la seca Rambla, festoneada de moreras cargadas con hojas para los gusanos de seda de los niños, los vagones grasientos de Oliveros, la huerta frondosa de don Francisco Colomer y en el horizonte, el mar inmenso de Bayyana y un ciempiés metálico metiendo el morro en la bahía azul.
Todos esperando desde abajo su vuelo en paracaídas, cientos de almerienses mirando hacia al hombrecillo valiente, haciendo visera con la palma de la mano en la frente. Y él, allí, en los cielos, preso de pavor, a pesar de los 90 lanzamientos ya en su haber, desde aviones o desde espigados edificios como el del Banco de Vizcaya de Granada, desde La Roda de Albacete o desde el Tajo de Ronda, donde se golpeó al caer con una roca que le desgobernó un brazo.
Ese hombre que desafiaba a la gravedad ese primaveral domingo almeriense del 5 abril de 1953, era Julián Zamarriego Sevillano, alías Jams Will, unos de los primeros paracaidistas de España. Nació en Madrid en 1912 y muy joven, en 1932, ingresó como mecánico en la flamante Escuela de Vuelos de Cuatro Vientos. Allí germinó su pasión por los saltos, por el vuelo libre, que ya no dejó de obsesionarle durante toda su vida. Cuando Julián se inició, no había más de 30 paracaidistas en Europa y sus andanzas lo llevaron a popularizar los saltos por toda España.
Una vez cayó en una cárcel
Su mayor salto fue desde un avión a 4.500 metros de altura aterrizando en el Paseo Reina Victoria de Madrid, frente al Metropolitano, a la salida de un partido de fútbol. Otra de sus hazañas fue cuando saltó en Bilbao desde el puente colgante de Portugalete. También protagonizó momentos curiosos como cuando cayó en un puesto de melones en el mercado de Las Ventas de Madrid, y cuando en Valencia se tiró desde un globo a 2.500 metros y fue a parar al patio de la cárcel lleno de reclusos. Lo dieron por loco y tardaron 72 horas en ponerlo de nuevo en libertad.
Zamarriego, ya en su madurez compró un paracaídas a la viuda de un colega francés que se mató al lanzarse desde la Torre Eiffel y le introdujo innovaciones para que se abriera en una fracción de segundo.
Ese año fronterizo de 1953, cuando su popularidad había crecido, firmó un contrato comercial como hombre anuncio de la marca del Licor 43, que desde Cartagena se estaba abriendo al mercado y patrocinaba sus audaces saltos por toda España.
Lluvias de botellines de Licor 43
Antes de que el arriesgado paracaidista se subiera a ese edificio de los Romero Hermanos ante la mirada atónita de los almerienses, la casa patrocinadora de la exhibición había soltado desde una avioneta una lluvia de botellines de delicioso licor que aterrizaban en el pavimento de la Avenida del Generalísimo y en el Malecón de la Rambla, amortiguados por miniparacaidas de papel y recogidos por los niños que se lanzaban ávidos.
El paracaidista madrileño había subido ya con sus avíos a la azotea del imponente edificio achaflanado de cinco plantas construido en 1907.
Debajo, frente a las oficinas de consigna de López Guillén, miles de ojos observaban sus ágiles movimientos articulando la lona del artefacto que pararía su “escalofriante descenso de la muerte”, como lo anunciaba la marca comercial para darle pompa y boato.
Allí estaban los almeriensitos de la época esperando el espectáculo casi circense, con la emoción contenida, a la 1,30 de la tarde, hora del aperitivo, en un tiempo en el que todo era más inocente y cualquier acontecimiento, por sencillo que fuera, era capaz de paralizar la ciudad. Allí estaba el niño Eduardo Landín, a punto de grabar el audaz descenso en superocho, y el fotógrafo del Yugo Ruiz Marín y Antonio Pérez Yglesias, el confitero del Barrio Alto, cámara en ristre, para inmortalizar el salto de Zamarriego en esa Almería que trababa de dejar atrás la miseria de los 40. Cerca de allí estaba también la sala Hesperia que proyectaba Solo ante el peligro, por Gary Cooper.
Saludo taurino
Allí en lo alto, en la cima del edificio burgués diseñado por López Rull, confundido con el cielo azul almeriense, brillaba también, solo ante el peligro, Julián, con su mono armiño, con su barretina de costalero, con el paracaídas recogido en una especie de hongo, con la sangre inflamada, a 35 metros de los adoquines. Allí estaban, sin pestañear, inquilinos asomados a los balcones de hierro forjado, con la respiración contenida. Fue e momento en el que miró el protagonista al horizonte, vio centellear el Cable Inglés, saludó al respetable como un taurino, y se lanzó al vacío, al tiempo que se desplegaba el embalaje, pasando por delante de una fachada de columnas jónicas, de angelitos blancos y búcaros de piedra.
Enganchado en un árbol
En unas décimas de segundo ya estaba la lona del aparatoso artefacto enganchada en un árbol de la Plaza Emilio Pérez y él pataleando como un gusano, a escasos metros del suelo, hasta que consiguió desengancharse con la ayuda de los municipales, entre los aplausos del gentío.
Julián Zamarriego, un pionero del paracaidismo en España, el intrépido que asombró esa mañana de hace 63 años a los almerienses, acabó sus días como acomodador del Circo Price de Madrid, hasta que murió el año del Golpe de Estado, arruinado y olvidado por todos.
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