No fue solo el sol dorado y el hollejo duro como el pedernal, lo que propició que el sequeral martirizado que era Almería se convirtiera en el paraíso de las grapes, que esperaban como caviar ruso aquellas flemáticas familias del Londres de Dickens a pie del Covent Garden; no, no fue solo el impulso de arrojados exportadores, ni el terreno inhóspito tan propicio para la fecundación de los racimos, ni las miles de manos de emporronadoras empacando barriles con serrín, mientras cantaban canciones que resonaban por el Andarax.
Tuvo también el siglo uvero almeriense uno de sus mejores paladines en el hallazgo de yacimientos de azufre en Gádor y Benahadux que facilitaron la eclosión de la exportación de la uva de mesa almeriense a Europa y Norteamérica.
Era ese mineral sublimado y refinado, descubierto por un pastor que sesteaba el ganado en 1873, el mejor antídoto contra los hongos y plagas que hasta entonces diezmaban la vendimia de la dorada uva almeriense de forma inmisericorde, hasta arruinar a familias enteras de productores de Ohanes, Rágol o Canjáyar.
El azufre, hasta su aparición en La Partala de Benahadux y en las Balsas de Gádor, se tenía que importar a unos precios onerosos para los agricultores desde las minas de Argelia. La localización de las primeras bolsadas de este mineral provocó una avalancha de registros en toda esa comarca del Bajo Andarax y fue la conocida como la mina de El Trovador, en La Partala de Benahadux, la que se convirtió en la veta más fructífera.
También para pólvora de artillería
La denuncia de la demarcación fue hecha por el pechinero Francisco Díaz Abad en el lejano 1877, después pasó a manos del industrial Indalecio Córdoba Escámez que tuvo que evitar muchos episodios de rapiña del cotizado mineral en los mismos criaderos. El azufre benahaducense se utilizaba en esos inicios no solo como plaguicida, sino que también se exportaba como materia prima a Gran Bretaña para la fabricación de pólvora para la artillería durante la Primera Guerra Mundial.
Se fue formando en esas estribaciones, bajo el Cerro de Los Lobos, un variopinto poblado minero que llegó a dar labor a 400 obreros que bajaban a profundas galerías con el pitillo en los labios y con malacates de sangre animal, que ayudaban a extraer las cubas, con economato donde al menos no faltaba el pan, con aseos y dispensarios y hasta un equipo de fútbol, el Atlethic Fútbol Club Minero de Benahadux.
El icono del emporio, sin embargo, eran los hornos de calcinación, que aún se mantienen desmochados como en un museo al aire libre. Eran instalaciones avanzadas a su tiempo que fueron modernizándose desde la primitiva tecnología italiana a los Hornos Claret. La familia Córdoba vendía los sacos de azufre en la propia mina, mediante ordenes de compra en el comercio Las Filipinas, en la calle Real, regentado por José Batlles.
De Tygon a Romero Hermanos
Con los años, la concesión de la rica mina de La Partala cayó en manos de Tygon, una sociedad inglesa controlada por el industrial Thomas Morrison, cuando ya empezaba a languidecer este negocio por el agotamiento de los filones. Hasta que poco antes de la Guerra fue adquirida por la Agencia Marítima Romero Hermanos que la volvieron a impulsar, junto a la refinería y la planta de sublimación con chimenea que aún perdura en la antigua entrada de Almería por Las Lomas.
El azufre para los Romero continuó siendo un negocio boyante y sustituyeron las viejas reatas de mulas para el transporte del mineral por camionetas que llegaban hasta la refinería de la ciudad y de allí se empaquetaba en sacos de 50 kilos que se vendían a los agricultores, con guía del sindicato, en el despacho de la Plaza de San Pedro. El ingeniero de La Partala en esas fechas era Pedro Romero y el encargado de fábrica, Juan Molina y uno de los arrieros más renombrados fue Juan el Bollo capaz de trabajar 14 horas de un tirón.
Aún quedan en La Partala todas esas huellas de lo que fue uno de los principales criaderos de flor de azufre del sur peninsular: las tronchas de chimeneas, las bocas de deslucidos hornos italianos, el viejo malacate ya sin bestias y las norias de agua cristalina.
Y en la vieja refinería de la ciudad sobrevive la chimenea que ha sido protegida, junto a la casa del guardés de la finca, donde se sublimaba y se cernía ese azufre almeriense, que germinaba en el ribazo del río, que tanto contribuyó a que Almería estabilizara las exportaciones de eso que algunos llegaron a llamar néctar de dioses.
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