El fútbol de hace cuarenta años era parecido al que jugábamos en las calles cuando salíamos del colegio, sin grandes decorados, sin grandes derrotas ni triunfos desmesurados, sin grandes mentiras contadas ante el foco de una cámara por jugadores que se besan el escudo. Nuestros mitos de infancia eran mitos de andar por casa que rozábamos con las manos y los íbamos desgastando en los recreos cuando jugábamos a cambiarnos las estampas. En aquel fútbol más simple y auténtico el juego no había perdido su condición de ritual y las viejas costumbres se mantenían durante décadas sin apenas cambios, lo mismo que se repetían cada domingo las alineaciones de los equipos que los niños nos sabíamos de memoria. Nuestro estadio, el de la Falange, se conservó con la misma capa de decrepitud durante treinta años: las mismas porterías cansadas, las mismas gradas de cemento, los mismos vestuarios que olían a humedad y a masaje barato. Lo único que cambió fue el hombre del marcador cuando se murió el de toda la vida.
En aquel fútbol más simple y auténtico las porterías tenían arcos que le daban fondo y la red era tan antigua que cada domingo, antes de los partidos, Lorenzo, el hombre que cuidaba el campo, tenía que repasarlas con un rollo de cuerda. Cualquiera de las redes que formaron las porterías de la Falange podían contar quince o veinte años de historia del fútbol local. A mí, las que más me gustaban eran las porterís del campo del Helmántico del Salamanca, que eran profundas como un teatro, y las de San Mamés y Atocha, tan estrechas, tan cortas, tan pegadas a la gente que se podían atravesar desde el graderío sólo con estirar el paraguas. Las porterías del estadio de la Falange tenían postes de madera auténtica y hubo un tiempo en que se respetó la vieja costumbre de pintar la base de negro. Tenían también un tronco de madera que se colocaba cuando terminaban los partidos para que el larguero no se venciera. Los domingos, el tronco se colocaba detrás y a veces le servía de asiento improvisado a algún fotógrafo que cansado de buscar la imagen del día en cuclillas aprovechaba el madero para descansar.
En aquel fútbol más simple y auténtico los fotógrafos eran gente importante. Los niños los mirábamos con envidia porque gozaban del privilegio de entrar gratis al estadio, porque podían saltar al campo junto a los jugadores y porque se situaban a unos pocos metros del gol, en una época en la que coger la fotografía de un gol era un tesoro. Cuando al día siguiente veíamos la Hoja del Lunes para ver la crónica de los partidos, si el reportero gráfico había cogido un gol recortábamos la foto y la guardábamos como una reliquia. La imagen tenía mucho más valor si era la de un partido disputado fuera de casa. En aquel tiempo no había ninguna posibilidad de ver al Almería por televisión porque siempre estaba en Tercera y porque apenas se televisaban partidos. Cuando el equipo jugaba como visitante escuchábamos la narración de José Miguel Fernández en Radio Juventud, y si ganaba, comprábamos los periódicos para ver a nuestros héroes. Entonces, ganar fuera era mucho más complicado y se festejaba como si fuera un acontecimiento. Cuando se sumaban los dos puntos y los dos positivos, que era el botín del visitante, al domingo siguiente siempre iba más gente al estadio. Ruiz Marín, Guirado, Salmerón, Mullor, Fabio Ramírez, Losilla, eran algunos de aquellos fotógrafos de nuestra infancia que iban los domingos al estadio de la Falange. La tarde que llovía aparecían con sus gabardinas y sus paraguas y sin inmutarse por el agua esperaban con resignación el momento cumbre, esa jugada del gol con la que soñaban cada vez que miraban por el objetivo. Su labor era mucho más complicada porque las máquinas eran distintas, porque en los segundos tiempos si el día estaba nublado empezaba a escasear la luz y porque si se producía una bronca contra los colegiados, que entonces eran muy habituales, los fotógrafos estaban en medio y corrían el riesgo de recibir el impacto de una almohadilla, en el mejor de los casos.
En el fútbol de aquel tiempo los únicos protagonistas eran los futbolistas. Era raro que un fotógrafo se detuviera delante de un banquillo para retratar al entrenador y mucho más que sacara imágenes de los aficionados en las gradas. No se conocía el exhibicionismo actual donde en las páginas de deportes adquieren más importancia los que van a ver el partido que los que están sobre el escenario. Ocurre algo parecido en las corridas de toros, donde tiene más relevancia la fotografía de un grupo de amigos devorando la merienda que un magistral pase de pecho.
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