En aquellos retratos humildes de colegio estaba reflejada toda la inocencia de un tiempo. Eran fotografías modestas, sin ninguna pretensión artística, hechas para sobrevivir. Eran el pan diario de los retratistas de subsistencia que cuando empezaba el curso recorrían las escuelas para asegurarse el sueldo durante un par de meses.
En los últimos años de la década de los sesenta todavía abundaban los fotógrafos de barrio, los que se ganaban la vida los domingos en el Parque, los que de vez en cuando aparecían por las casas para el carnet de familia numerosa, los que una mañana se presentaban en el colegio para cambiarnos la rutina de las clases y alborotarnos. La presencia del retratista y su trupe producía el efecto contrario a cuando llegaban las enfermeras para ponernos las vacunas. El retratista nos invitaba por una hora a la fiesta y nos apartaba con la magia de su cámara de la aburrida explicación del profesor o del examen que estábamos a punto de hacer. La presencia del fotógrafo nos llenaba de emociones como cuando llegaba al colegio el representante de las estampas para rifar el álbum y los primeros sobres. Un día, el director entraba en la clase, hablaba unos segundos con el maestro y nos comunicaba que al día siguiente iban a venir a echarnos una fotografía. El día elegido nuestras madres nos peinaban despacio y nos ponían el jersey de los domingos y la camisa con el cuello más limpio que había en nuestro armario.
Cada artista tenía sus trucos y sus escenarios y sus técnicas para atraer la atención del retratado y su mejor sonrisa. Hubo una época en la que se puso de moda adornar la fotografía con el marco de una televisión, porque tener una tele era la aspiración común de la mayoría de las familias cuando iban progresando. Era un clásico el decorado con el mapa de España o el de Europa y la bola del mundo al lado para que no hubiera dudas de que estábamos en el colegio. Había quien para darle una pincelada de ingenuidad al retrato a las niñas las invitaba a colocarse una muñeca en las faldas y así le quitaba seriedad al instante. En todos los retratos de colegio estaban presentes los libros, bien abiertos sobre el pupitre de madera, junto a la pluma y el tintero, que fueron sustituidos después por los bolígrafos y los estuches; y como telón de fondo, las imágenes de algún santo si se trataba de un colegio de clara vocación religiosa, que entonces eran la mayoría. Los retratos de clase nos igualaban a todos. El más listo de la clase y el más torpe del pelotón salían con la misma cara de buenos y con la misma expresión de niños encantados de estar en la escuela cuando en realidad la mayoría de nosotros la aborrecíamos.
Los cajones de los armarios de nuestras casas están llenos de aquellas fotografías de escuela que durante años formaron parte del decorado del comedor, cuando las madres las colocaban en un sitio preferente como era encima del televisor. Allí fueron testigos de nuestras vidas y allí se fueron cubriendo de la niebla amarillenta del tiempo, viéndonos crecer mientras nos hacíamos hombres. En aquellos retratos infantiles estaba reflejada toda la inocencia de una época en el que los niños no dejaban de serlo hasta que rozaban la mayoría de edad.
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