Estuvo ahí, donde hoy duermen los huéspedes del NH y donde un alcalde llamado Ramón firma decretos; estuvo -con sus magnolias, su frondoso laurel y sus columnas griegas- en ese trapecio formado por la Avenida de Montserrat, la Plaza de Barcelona y la Carretera del Aeropuerto. Ahí brilló, como una joya verde, el Jardín de Medina, el huerto privado más frondoso de la ciudad, anclado, como las patas de un pulpo, a la Almería del XIX.
No queda ya nadie vivo que viera con sus ojos este vergel de antaño, en esta ciudad que ha sido despojada de casi toda arboleda que se precie. Solo sabemos de este edén, de su envergadura de paraíso terrenal junto a la antigua vega almeriense, por las descripciones que aparecen en viejas hijuelas testamentarias, como fantásticas crónicas de vida pastoril.
El jardín donde medraban la araucaria excelsa, la palmera, el cedro de Virginia, donde lucían los parterres por donde se filtraba la luz mediterránea, era el capricho de un almeriense fuera de serie, un tipo singular, misántropo, peleado con el mundo, que hizo del coleccionismo de objetos de arte, de la callada botánica y de la floricultura toda su pasión.
José Medina Giménez -del que no consta retrato alguno- nació en Almería, en una casa señorial de la Plaza Marín, en 1806. Era hijo de Rafael Medina Laffite, alcalde perpetuo de la ciudad, quien se enriqueció con la Desamortización, y de María de las Mercedes Giménez, hermano de Ana Medina Giménez quien matrimonió con Bernardo Campos, cuyos descendientes construyeron la Casa de las Mariposas. Don José Medina fue regidor, síndico y diputado provincial durante la centuria del XIX y vivió de su rica hacienda, con tierras de labor como la finca Ródenas de Níjar o El Faix, en Tabernas, amén de acciones mineras.
Conforme se fue haciendo mayor, sin salir de su estado de solterón, don José se fue concentrando en sus ricas colecciones. El palacete que había junto a su jardín, del que no quedaron restos, tenía sus paredes cubiertas de bronces, armaduras, bargueños, monedas, álbumes de hierbas medicinales y una pinacoteca, según notas sacadas de su testamento, formada por obras de Ticiano, Rubens, Alonso Cano y Murillo. Poseía una biblioteca cargada de rarezas bibliográficas con obras de botánica e historia natural que leía durante las noches arrimado a la chimenea. Su colección más celebrada era la de 68 lápidas funerarias árabes, que acabó diseminada por sus herederos.
Poseía don José un landó tirado por caballos alazanes con el que visitaba sus fincas, vestido con chaqueta entallada y chaleco de seda, junto a su mozo Francisco Becerra. Pero donde fue más feliz este almeriense, tan raro y taciturno como sus colecciones, fue en su edén particular, en su paraíso terrenal flanqueado de olmos guardianes, en su jardín babilónico, donde sembraba semillas de eucaliptos que hacía traer por barco desde Australia, donde injertaba la savia de sus variedades, donde recortaba los macizos de arrayán y arreglaba arriates y donde guiaba -ayudado por su fiel jardinero Pedro a quien obligó a aprenderse los nombres de las especies en latín -el recorrido de las plantas trepadoras y los rosales. Allí acariciaba sus claveles don José como a la mujer que nunca tuvo y hablaba a las altas palmeras y merendaba pámpanos de uva bajo el espléndido parral, con el rumor de las acequias que traían las tandas de agua desde la vega.
Uno de los mayores disgustos de su vida fue cuando, con motivo de las obras de construcción de la vía del ferrocarril y la estación, le expropiaron la parte más poética de su célebre jardín. Desde entonces, comenzó a adueñarse de su alma una honda melancolía hasta hacerlo enfermar y morir hacia 1898.
Su tío político, Nicanor Peralta Vázquez, heredó la mayor parte de sus bienes, entre ellos el delicioso jardín. Nicanor fue concejal y acalde de Almería y facilitó que la sociedad La Montaña y la Asociación de la Prensa celebraran allí concursos de mantones de manila, fiestas andaluzas y las verbenas de la feria. Como aquella a la que asistieron los diestros Lagartijo chico, Machaquito y Rodolfo Gaona, que acababan de lidiar en la Avenida de Vilches en agosto de 1911. Se colgaban entonces farolillos venecianos entre el follaje y se bailaba por soleares y peteneras junto a un ambigú donde se bebía sangría y zarzaparrilla bajo olmos y palmeras y entre el aroma balsámico de los eucaliptos.
El jardín pasó de ser el santuario de don José, ese personaje misterioso, sabio y célibe, a lugar de encuentro durante el estío de nuestros bisabuelos. Por allí paseaban, entre jazmineros y cipreses, las modistillas que buscaban novio, las recién paridas con sus amas de cría y los soldados de permiso del Regimiento de la Corona. Allí le pegó un tiro José Rodríguez Jurado a una hermana viuda quien cayó desangrada en un caso conocido como el crimen de las magnolias.
Pero el polvo del mineral de hierro se fue convirtiendo en la mortaja del jardín junto al desafecto de sus herederos. Hasta que pasó a manos de Trinidad Alonso Martínez y al constructor José Alemán en los años 30 y empezaron a ubicarse pequeñas fábricas y talleres. Hasta 1988, cuando Antonio Hernández promovió el residencial que hoy existe sobre la memoria de pétalos de rosa de don José Medina.
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