El primer tramo del primitivo Camino de Cabo de Gata, que empezaba al pasar la gasolinera de Trino y llegaba hasta la calle de Quesada, mantuvo durante décadas su aspecto caótico y ese aire tercermundista que le daban los edificios destartalados que la ocupaban, las naves municipales y el anticuado parque de bomberos, los baches de la calzada que eran permanentes y la presencia de las vías del tren que atravesaban la carretera en su recorrido desde la estación hacia el embarcadero del Cable Inglés y el puerto.
Cuando caía una tormenta la avenida dejaba de serlo y entonces salían a relucir sus inmensos socavones, ese deterioro secular que caracterizó a la carretera desde que empezó siendo un sendero. En medio de aquel escenario, la presencia de las vías del ferrocarril acentuaban ese aire de abandono de la zona. El tren aparecía por un estrecho callejón que venía de la zona portuaria e iba a desembocar a la misma avenida, sin más protección que la de un insignificante paso a nivel compuesto por una valla de madera y una cadena oxidada. La presencia de los vagones por aquel itinerario cortaba el tráfico de la avenida durante varios minutos. En abril de 1953, una máquina y un vagón de las que hacían el servicio con el muelle, descarrilaron en el paso a nivel, que ya se había convertido en un peligro constante y que años después, cuando el tráfico de coches se multiplicó por tres, se hizo insoportable.
La calle iba ganando en apariencia a medida que se acercaba a la manzana de Ciudad Jardín, a pesar del problema que para aquel rincón de la ciudad seguía suponiendo la presencia del polvo de mineral que transportaban los trenes hasta el embarcadero, que caía como una lluvia sucia y pegajosa sobre las casas. Desde lejos, las viviendas de Ciudad Jardín parecían casas de chocolate y hasta las hojas de los árboles aparecían disfrazadas con una capa marrón.
El polvo férrico era un temible enemigo que se posaba en las fachadas con voluntad de quedarse, se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas y echaba a perder la ropa recién tendida en las azoteas. Los vecinos no ganaban para cal y hasta la iglesia de San Antonio presentaba un aspecto fantasmagórico con la torre cubierta de mineral. El día que decidieron limpiarla tuvieron que ir los bomberos con las mangueras de máxima potencia para devolverle el color a la iglesia.
A pesar del maldito mineral, allí, en el tramo entre Ciudad Jardín y el Zapillo, se notaba la identidad de barrio y aparecían algunos negocios importantes que le daban solera a la manzana. Allí se estableció el quiosco de bebidas que fue el origen de la cafetería 'La Habana', y allí estuvo durante años la célebre bodega de ‘Las dos V.V.’ que distribuía el vino de La Mancha a los principales negocios hosteleros de Almería y además era un lugar de reunión para los amigos a la hora de chatear. La bodega, que era propiedad de Luis Ventura, llenaba de vida la avenida de Vivar Téllez, cuando todavía no habían llegado los bloques de edificios.
Compartía la misma acera y lindaba con la fachada de la Caja de Ahorros, donde iban los vecinos de Ciudad Jardín y de Villagarcía a gestionar sus ganancias. Estaba muy cerca de la farmacia de Llorca, formando un pequeño islote de negocios que en aquella época sacaron del aislamiento a ese trozo de avenida, marcada entonces por sus escasa urbanización. En los primeros inviernos de los años setenta, atravesar de noche la avenida era una aventura por su maltrecho pavimento, por su oscuridad, por su soledad permanente. Esa sensación de desamparo se hacía más latente cerca del puente, en las inmediaciones del barrio de las Almadrabillas, donde aparecía un manojo de casas tercermundistas.
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