Cruzar al otro lado de la Carretera de Ronda era salirse del cuadro. Para los que veníamos del centro de la ciudad ir a Regiones o llegar hasta el barrio de Los Molinos nos dejaba la sensación de una pequeña aventura, de cruzar los límites cotidianos para adentrarnos en una realidad que todavía, en los años setenta, era completamente diferente a la que encontrábamos en las calles del casco urbano.
Al pasar el Seminario y la cárcel nos internábamos en un escenario en decadencia, donde aún sobrevivían las tapias que rodeaban a los antiguos cortijos y los restos de las huertas que se habían ido quedando desiertas. La actual Avenida del Mediterráneo era un proyecto que iba dando pasos lentos, un camino que se abría paso entre bancales y solares, al que le iban creciendo, como flores de un progreso imparable, los primeros bloques de viviendas que llegaron al lugar antes de que el camino se convirtiera en avenida. A finales de 1972 empezaron a levantarse grandes edificios en la ya bautizada como Avenida del Mediterráneo. Los primeros que se proyectaron en la nueva artería fueron los de la Jefatura Provincial de Policía y el Pabellón Municipal de Deportes, que tuvo una larga gestación y durante años fue sólo un esqueleto de hierro y hormigón varado por la falta de recursos económicos para terminarlo.
El caos era contundente: los pisos modernos levantándose como gigantes entre los solares y la vega en retirada; las calles en construcción que surgían entre cortijos viejos donde todavía era posible encontrarse con un rebaño de ovejas y con una balsa que seguía regando las lechugas de un bancal. “La nueva vía va poblándose con la construcción de viviendas extraordinarias, pero es conveniente ir vigilando la limpieza de aquellos alrededores, donde hay escombros, aguas de pozos negros y basura acumulada”, denunciaba la prensa en el verano de 1974.
El 18 de julio de ese año, aquella gran arteria que había nacido con vocación de ser una gran avenida que llegara hasta el mar, fue inaugurada oficialmente. Arrancaba en la Carretera de Níjar, en ese trozo de camino que iba hasta el barrio de Los Molinos, y dividía el conocido como polígono de Azcona, enlazando con las calles de Padre Méndez y de Montserrat. La nueva avenida fue bautizada con el nombre de Almirante Carrero Blanco y desembocaba al sur frente a las incómodas instalaciones de los depósitos de Campsa y en las vías del ferrocarril, donde existía un paso a nivel que regulaba el cruce de los vehículos.
Ese aire de provisionalidad de la avenida la convirtieron en un espacio apropiado para que los motoristas hicieran allí sus ensayos y para que durante los días de feria se organizaran pruebas de velocidad que transformaban el paraje en un gran circuito. En aquellos años la afición al motociclismo crecía entre los jóvenes, alentados por el mito de Ángel Nieto que era un referente nacional. En Almería se empezaban a poner de moda las motos trucadas y las competiciones de aficionados por la boca del río y por la nueva Avenida del Mediterráneo. Todos conocíamos en nuestros barrios a un Ángel Nieto en potencia que se había hecho experto en motos desarmando y montando motores.
La Avenida del Mediterráneo seguía creciendo día a día, pero mientras crecía conservaba espacios libres donde iban los niños a jugar con la libertad que no encontraban en las calles del centro y donde en invierno aparecían los circos. En 1976 instalaron allí el prestigioso circo Price de Madrid, junto a las naves de la empresa de autobuses Saltúa. Por aquel tiempo el alumbrado público empezaba a extenderse por el polígono de Azcona, aunque había zonas donde se hacía imposible andar dos pasos cuando llegaba la noche.
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