Los humos que castigaban Almería

En los años 70 la ciudad recibía los humos de Celulosa, la Térmica y Minas de Gádor

Eduardo del Pino
14:00 • 10 nov. 2016

La Almería de 1976 parecía una ciudad indomable que había renunciado a  su pasado, que se había olvidado de su esencia para multiplicarse de forma caótica. Era varias ciudades en una, mundos completamente opuestos que compartían un mismo escenario. A los barrios del centro, todavía cubiertos de ayer, le nacían suburbios al otro lado de la Rambla y de la Carretera de Ronda, hijos pródigos que llegaban al mundo anunciando una nueva era donde las casas crecían de forma vertical y en ellas los vecinos dejaban de serlo para soportarse en sus escondrijos, para cruzarse de mala gana en   escaleras interminables y en la soledad de un ascensor.

Los edificios surgían como gigantes ocupando los viejos solares, cada uno diferente al otro, sin ninguna intención estética, por el puro placer de la especulación. Aquella ciudad confusa y entregada al desarrollo urbanístico, que había alcanzado ya los ciento treinta mil habitantes, tenía otro enemigo cotidiano que por repetitivo formaba parte de la vida de los almerienses: el humo. 

En una Almería sin apenas industrias había humos de sobra que castigaban el aire: el humo amarillo de la factoría de productos químicos que había instalada en el Ingenio de Los Molinos; el humo de las chimeneas de la Central Térmica del Zapillo; el humo de las Minas de Gádor; el humo de la Celulosa, y el humo del quemadero de basura que existía detrás del cementerio de San José. Se sumaba a esta lista de contaminantes el histórico polvo rojo del mineral que la Compañía Andaluza de Minas repartía por las zonas próximas al embarcadero, castigando sobre todo a las casas del barrio de Ciudad Jardín. 

El humo más célebre era sin duda el de la fábrica de Papel. La Celulosa, como todo el mundo la conocía, parecía una factoría surgida de una pesadilla: un amasijo de hierros y chimeneas instalados en las Peñicas de Clemente, en medio de la vega, donde hasta la llegada de este gigante no conocían otra noticia del progreso que el ruido de los trenes  que cruzaban las vías hacia la estación. El humo de la Celulosa molestaba por el rastro que dejaba en el ambiente y sobre todo por el mal olor que derramaba sobre la ciudad. Dependiendo para donde soplara el viento, la fábrica perfumaba al centro o a los barrios de la zona de expansión, haciéndose insoportable en los días calurosos.  Por aquellos años setenta todavía emitían humo las chimeneas de la Central Térmica frente a la playa del Zapillo. Era un humo oscuro que el viento del mar esparcía por la vega, provocando las continuas quejas de los agricultores de aquellos parajes. Los vecinos del barrio convivían con el molesto humo, que formaba parte de sus vidas como el sonido de la sirena que todos los días anunciaba con sus cuatro toques las horas de entrada y salida de los obreros. 

Los malos olores se completaban con el quemadero municipal de basura que en  aquel tiempo estaba instalado detrás del cementerio, en una gran extensión de terreno donde se amontonaban toneladas de desechos, convirtiéndose en el vertedero de todas las basuras que se recogían en Almería. Allí llegaban camiones hasta de la Celulosa, con su carga de residuos pestilentes. El quemadero parecía un paisaje lunático, con sus llanuras de material carbonizado y con sus montañas de escombro y basura que eran como una extraña cordillera que le daba al barrio un aspecto desolador. 

El problema principal empezaba cuando llegaba la hora de quemar todos aquellos montones de basura y una capa de niebla con un profundo olor a podrido se extendía como una plaga por toda la ciudad. En verano, cuando la quema de residuos se hacía durante la madrugada, los vecinos de los barrios próximos al cementerio no podían abrir las ventanas, y si había calma y no soplaba el viento del mar, el mal olor alcanzaba hasta las calles del centro. 

Crecimos en aquella Almería de mediados de los años setenta, con sus humos, sus malos olores y sus deficientes servicios de limpieza. El camión más moderno tenía nueve años de antiguedad y todavía era corriente ver a los barrenderos que recorrían las calles con las viejas escobas de palmito.







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