Los cables del mineral en los años 70

Custodioban la playa de las Almadrabillas como centinelas: uno abandonado y el otro en pleno rendimiento

Eduardo del Pino
15:00 • 18 nov. 2016

Los cargaderos del mineral custodiaban como centinelas la playa de las Almadrabillas,desde la desembocadura de la Rambla hasta el comienzo del balneario de San Miguel. En los años setenta, los viejos embarcaderos vivían realidades distintas: mientras que el cable Inglés se había quedado sin actividad, el Francés seguía recibiendo barcos de vez en cuando y continuaba siendo un sufrimiento para los barrios más cercanos que se teñían de rojo cuando soplaba el viento.

Por el cable Francés ya no llegaban los trenes desde de la estación dispuestos a descargar su mercancía por los cañones de hierro que llenaban de mineral los depósitos de los barcos.  El cable se había quedado varado en la orilla de la playa, sin obreros, sin negocio, sin otra vida que la de las pandillas de chiquillos que se internaban en sus entrañas por el puro placer del riesgo, subiendo como corsarios por sus oxidadas escaleras en busca de la altura suficiente para lanzarse de púa al mar. El que se atrevía a llegar a lo más alto, donde todavía estaban calientes las vías del tren, y lanzarse, era considerado como un héroe y su hazaña no tardaba en recorrer los mentideros pandilleros de la ciudad.  Aquellos escarceos juveniles constituyeron un problema para las autoridades ante el serio peligro que representaban, por lo que tuvieron que poner carteles advirtiendo de la amenaza que suponía subir por el embarcadero. 

Recorrer el embarcadero en horizontal, a través de su entramado de vigas cruzadas y llegar hasta el límite era como penetrar en el mar paso a paso. Era emocionante seguir adelante, mirar atrás y comprobar que la playa quedaba lejos, que en aquel territorio, bajo los últimos hierros, sólo reinaba la majestuosidad del mar con todas sus tentaciones y con todos sus peligros. En aquel escenario la fuerza del agua retumbaba entre los huecos del cargadero, provocando un eco que estremecía.

También estaba prohibido bañarse en la pequeña playa que se extendía junto a los hierros, coincidiendo con la desembocadura de la Rambla que partía el centro de la ciudad en dos. Unos decían que el agua estaba contaminada, pero la única certeza estaba en los desniveles pronunciados que existían en el fondo, que convertían ese trozo de litoral en una zona poco recomendable para el baño. Aunque pusieron carteles advirtiendo del peligro, siempre había grupos de bañistas que lo desafiaban con el argumento de no meterse más allá de la orilla.

El cable Francés era otro mundo.  Seguía activo y representaba la frontera entre la ciudad más cercana y la modernidad que se había instalado al otro lado del viejo balneario de San Miguel. Por allí apenas llegaban los bañistas y la decadente playa de Villacajones se había quedado abandonada. Qué extraño contraste: el embarcadero que mantenía su actividad industrial, sobreviviendo junto a un escenario que anunciaba la nueva ciudad del futuro. El negocio de las minas que estaba dando sus últimos coletazos, frente al desarrollo urbanístico que alentado por el turismo creaba un barrio de grandes bloques de pisos en la misma orilla de la playa.







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