Tenía que ser zapatero. Su destino estaba marcado como lo estuvo antes el de su padre, como lo estuvo también el de su abuelo. Hay oficios que se heredan más que se aprenden, que se llevan en la genética como el color de los ojos, como un gesto.
José Benavente Hernández tenía que ser zapatero porque creció entre botes de cola, entre montañas de calzado, viendo a su padres y a sus tíos trabajar el cuero, y escuchando las antiguas historias del bisabuelo que en 1901 dejó la barriada de Pago, en Berja, para probar suerte en la ciudad. Se llamaba Manuel Benavente Díaz, y empezó con un kiosco de madera que instaló en la esquina de la puerta principal de la iglesia de Santiago.
Desde entonces los Benavente han formado parte de nuestras vidas, continuando con una profesión que aún conserva toda la esencia de los oficios antiguos, aunque se hayan incorporado nuevas técnicas que aceleran el proceso para ahorrar tiempo.
Desde los seis años
José Benavente era zapatero desde que a los seis años ayudaba a su padre en el taller que tenía en un portal del Rinconcillo de la Plaza de Manuel Pérez, enfrente de la Tienda de los Cuadros. Le hacía los recados, le daba compañía y de paso miraba con atención todos los movimientos que su padre realizaba sobre el calzado, repitiendo los viejos cánones del oficio. Fue adquiriendo la técnica viendo a su padre, sabiendo desde el principio que aquél era su camino, que estaba escrito, y que además era el que al niño le gustaba. En aquel tiempo, eran los primeros años sesenta, los zapateros eran mayoría y en cada barrio era fácil encontrar al menos un par de talleres donde arreglaban el calzado. Había una cultura diferente a la actual y los zapatos tenían que durarnos varias temporadas e incluso se heredaban y de un hermano pasaban a otro.
Benavente siguió los pasos de sus antecesores y en los tiempos más complicados, cuando empezaron a extinguirse los de su profesión, él se mantuvo firme e incluso amplió el negocio con una taller moderno frente a la puerta principal de la iglesia de Santiago, donde sigue en activo, donde ha enseñado a su hijo.
Tenía que ser zapatero, pero no con el mismo sacrificio que su abuelo y su padre, que se pasaron toda la vida sentados en el banco, entregados sin conocer jamás lo que era el tiempo libre. José Benavente Hernández ha sabido compaginar su profesión con otra vocación que le hace la vida más agradable. Cuenta que en 1969, después de ver un programa en televisión que hablaba de la huella del hombre prehistórico, sufrió un ataque de espeleología. “Me impresionó la historia. La vimos un grupo de amigos que formábamos una pandilla y empezamos a buscar cuevas para explorarlas”, recuerda.
Zonas cercanas
En los comienzos buscaban lugares próximos donde poder empezar a aprender: la cueva del Gato en la zona de la Molineta, la cueva de la Virgen en los cerros de Enix, la cueva del Pastor por encima del Bayyana. La fiebre por las cuevas y las grutas lo llevaron a la OJE, donde fue descubriendo los distintos tesoros que se encerraban bajo el suelo de la provincia. “Me di cuenta que era como una droga que te engancha, que era emocionante descubrir sitios nuevos, internarte en una gruta que tal vez no había visto nadie, encontrarte con restos de cerámica, con huellas de una posible presencia humana”.
En su afán por la aventura decidió dedicarse también a la escalada y en 1972 formó parte del Club Almeriense de Montañismo, junto a personajes claves como Manuel Freniche, Pedro Tamayo, Francisco Hernández Ronda y Manuel García León. Fue el primer grupo de montañeros que empezó a ejercer la actividad al margen de la OJE, cuando aprendían las técnicas esenciales en las paredes del Salto del Gallo, en la Rambla de Belén, un escenario que en aquel tiempo era un lugar sin explorar.
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