El Barea de la Plaza se retira a descansar

Antonio Barea Fernández ha decidido que ya es hora de jubilarse, harto de trabajar y de ser autónomo. Desde hace treinta años regenta el Barea de la Circin

Antonio Barea  junto a su familia en la puerta de su establecimiento en la Circunvalación del Mercado Central.
Antonio Barea junto a su familia en la puerta de su establecimiento en la Circunvalación del Mercado Central.
Eduardo D. Vicente
19:16 • 03 dic. 2016

Las madrugadas son duras y van calando hasta los huesos. Levantarse a las cinco de la mañana para trabajar, un día tras otro, un mes y otro mes, año a año, va dejando una herida que nunca se termina de cerrar. De madrugada la humedad penetra hasta el alma y cada hora de trabajo pesa como si fueran dos. La madrugada te obliga a cambiar el ritmo de vida: las noches se acortan, la vida social se estrecha y el sueño se convierte en un enemigo imprevisible que lo mismo aparece a las tres de la tarde que se va de ronda al amanecer.




A Antonio Barea las madrugadas y las horas de pie le han costado la salud y sus rodillas no dejan de recordárselo. Lleva treinta años instalado en la Circunvalación del Mercado Central. Cuando empezó, en 1987, a las cinco de la mañana tenía que estar en marcha. La Plaza abría entonces a las seis para la carga y descarga del género y los bares estaban obligados a abrir pronto para no perder la clientela. Todo el ajetreo de un día se desarrollaba en ocho horas intensas: hasta el amanecer la barra del bar era un zoco permanente, un ir y venir de parroquianos con cinco minutos para la copa y el café; el día iba relajando la actividad hasta que a las tres de la tarde, cuando el Mercado se quedaba vacío, los cafés empezaban a echar el cierre.




Cuando llegó, hace treinta años, La Plaza seguía siendo el centro de la vida comercial de la ciudad y los bares sobrevivían al calor del negocio. “Las cosas han cambiado mucho desde entonces”, comenta Antonio Barea. “Hace treinta años los empresarios podíamos salir adelante con menos dificultades, no sólo porque hubiera más trabajo, sino porque teníamos menos presión fiscal. Ahora hay demasiados impuestos y los márgenes son menores. Los autónomos nos hemos convertido en los esclavos de este siglo”, asegura, cansado de tantos obstáculos y agotado por tantos años de trabajo. Por eso ha tomado la decisión de irse a descansar, de echar el cierre al negocio después de más de cincuenta años de vida laboral. “Me ha llegado la hora por la edad y no tengo la ilusión necesaria para seguir. Tampoco mis hijos quieren este oficio: uno ha estudiado gestión de empresas y está en Londres y la niña está estudiando Económicas”.




Para alguien que empezó a trabajar cuando tenía doce años, la retirada puede llegar a ser traumática. No es fácil cambiar de vida de forma radical, sobre todo para un hostelero vocacional, acostumbrado a estar toda la vida detrás de la barra, recibiendo clientes, hablando con los amigos, sintiendo latir el corazón de la ciudad desde el amanecer. “Siempre echaré de menos el trabajo, pero por encima de todo necesito descansar. Las fuerzas no son las mismas y además tengo las dos piernas operadas de menisco y eso se nota”, cuenta.




La historia de su vida se podría contar desde el mismo escenario: un bar. En 1964, con doce años recién cumplidos, ya compaginaba sus estudios en la escuela de los Jesuitas con el trabajo en el negocio que su padre dirigía en la calle del Hospital Provincial. En un principio fue una tienda de comestibles de barrio, donde el matrimonio Barea-Fernández empezó a progresar. Como los padres tenían ganas de seguir creciendo y empezaban a llegar los hijos, optaron por ampliarlo colocando una barra adjunta al mostrador que se convirtió en un pequeño bar improvisado. Esa barra escondida de la tienda de  comestibles era muy frecuentada a primera hora de la mañana por los trabajadores del puerto, que iban allí a despertarse con las primeras copas de anís y coñac del día, y también por el tránsito de gente en el camino hacia el Hospital Provincial.




El éxito de la barra y de las copas animó a los Barea a reconvertir el negocio, por lo que finalmente decidieron abandonar los ultramarinos y poner un bar en la misma calle. Por las mañanas explotó el tirón de los cafés tempraneros y de los churros recién hechos, y al mediodía las buenas tapas y las raciones de patatas fritas, que en aquél tiempo eran muy demandadas porque quitaban el hambre y porque no se tenían noticias de lo que era  el colesterol.




El matrimonio trabajaba sin descanso en el bar y sacaban tiempo de donde no lo había para ir criando a los hijos que iban llegando por oleadas. La fértil pareja trajo al mundo seis niños y una niña y con una familia tan numerosa no tuvo otra alternativa que buscar nuevos horizontes para salir adelante.




En 1972, viendo que la calle Braulio Moreno empezaba a apagarse, los Barea tomaron una de las decisiones más arriesgadas de su vida, comprar un local de un piso que acababan de levantar entre la Plaza de San Sebastián y la calle de Granada para abrir allí un establecimiento moderno con más perspectivas de futuro. Era un riesgo importante, pero acompañaban las fuerzas y las ganas de salir adelante. Comprar el local les costó dos millones y medio de pesetas, que en aquellos tiempos era una cantidad importante, tanto que algunos amigos le preguntaban al padre que si había perdido la cabeza para meterse en una apuesta tan importante.


En 1973 abrió sus puertas el nuevo bar Barea en pleno centro de Almería. La valentía que demostraron no pudo ser más rentable, porque el negoció no tardó en convertirse en uno de los más importantes de Almería en su ramo. Allí se fue forjando como camarero Antonio Barea, y de allí dio el salto definitivo en 1987 para dirigir un nuevo negocio en el Mercado Central, al que echará el cierre definitivo, por jubilación, el próximo mes de mayo.



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