Era mucho más que un oficio. Ser niñera significaba hacer de madre, de padre, de hermana. Las niñeras de antes crecían con los niños y estaban tan ligadas a las casas como si fueran parte de la familia. Nadie llegaba a entender tanto a los hijos como aquellas muchachas que sacrificaban parte de su juventud trabajando como internas sin apenas un día de descanso a la semana. Eran otros tiempos, una época en la que los hijos no iban a la guardería con dos años como hoy, y permanecían en los hogares bajo las faldas de las niñeras en aquellas familias que podían costearlas.
Las niñeras se metían tanto en su papel que se convertían de verdad en unas segundas madres y después, cuando pasaba el tiempo, cuando los niños crecían y ya no necesitaban de sus servicios, sufrían con la ruptura de la misma forma que lo hacía una madre el día en el que un hijo o una hija se les iba de la casa.
Las niñeras, como las amas de casa, formaban parte del paisaje de la ciudad. Los bancos del Parque se llenaban cada tarde de muchachas que salían con los niños a tomar el fresco. El Parque era el territorio de estas jóvenes que llevaban el olor de las casas impregnado en el cuerpo, como una seña de identidad. Olían a limpio, a jabón de lavar, a ropa recién tendida, al perfume robado de los vestidos de sus señoras y al aroma agrio que les dejaba en el escote las bocanadas de leche de los niños. Mientras los pequeños jugaban, ellas se juntaban bajo las sombras de los árboles a intercambiarse sus sueños de amor.
El Parque se llenaba de niñeras, de niños y militares. Porque detrás de una de aquellas empleadas iba siempre un soldado del cuartel cargado de historias de amor y ‘buenas intenciones’. Las señoras solían advertirles a las muchachas que tuvieran cuidado con aquellas aves de paso que sólo iban a echar el rato.
Había empleadas de hogar que heredaban el oficio de sus madres y lo iban aprendiendo desde niñas. Otras necesitaban un período de aprendizaje, por lo que sus familias las mandaban a la escuela para que las instruyeran. En Almería el primer colegio de sirvientas y amas de casa lo abrieron las religiosas de María Inmaculada en 1908, por iniciativa del Obispo Vicente Casanova y Marzol. Se instalaron, de forma provisional, en la casa aneja a la iglesia de San Juan.
Desde que las religiosas de María Inmaculada llegaron a Almería, su aspiración era poder tener algún día sus propias instalaciones. En julio de 1918, la congregación compró la casa de Francisco Jover y Tovar, en el número ocho de la calle Infanta, y otra vivienda, justo detrás, en el número uno de la calle Campomanes. Las unieron y en 1919 se trasladaron al nuevo colegio. Estuvieron ejerciendo su labor sin interrupción hasta que comenzó la Guerra Civil.
En 1940, el colegio se reorganizó y volvió a abrir sus puertas y en 1943 la escuela ya funcionaba a pleno rendimiento, con trescientas cincuenta externas, treinta internas para colocaciones y ochenta pertenecientes al Patronato de Redención de Penas. Estas niñas no habían cometido ningún delito, sino que en su mayoría eran hijas de reclusos a las que la iglesia les abría sus centros para evitar que se convirtieran en ‘ovejas descarriadas’.
Por el Servicio Doméstico, como se le conocía también al colegio de la calle Infanta, pasaron generaciones de muchachas que querían prepararse para poder trabajar.
Aprendían a llevar una casa, a hacerse mujeres, como se decía antes, a cuidar de los niños como si fueran madres prematuras y de paso les daban los consejos necesarios para que también estuvieran bien con Dios. Las familias que necesitaban una empleada de confianza iban allí a entrevistarse con las monjas y ellas le recomendaban la chica que mejor se podía adaptar a sus necesidades. “Queremos una que tenga paciencia con los niños y separa tratarlos”, decían, y las religiosas le buscaban la idónea entre su amplia oferta.
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