Cuando los municipales tenían apodos

Luis Martínez Pérez (Almería 1934) fue policía municipal desde 1964

Luis Martínez cumplirá en enero 83 años.
Luis Martínez cumplirá en enero 83 años.
Eduardo del Pino
12:53 • 10 dic. 2016

Cuando ‘el Cañaero’ aparecía montado en la Ducati nos recordaba a John Wayne a lomos de su caballo en ‘Centauros del desierto’. Escuchábamos el ruido de su  moto y nos echábamos a temblar porque estábamos seguros de que o nos escapábamos a la desesperada o acabábamos en el cuartelillo. Cuando ‘el Largo’ se asomaba a la puerta principal del Ayuntamiento, en aquellas interminables noches de guardia, nos parecía que estábamos viendo a Gary Cooper en ‘Solo ante el peligro’. Cuando ‘el Tuerto’ aparecía por sorpresa por los callejones buscando a una mujer que había tirado el agua a la calle, dispuesto siempre a desenfundar la libreta de las multas, nos recordaba a Lee Van Cleef en ‘El bueno, el feo y el malo’. 




Cuando aparecía un policía municipal por nuestro barrio en busca de los futbolistas callejeros lo comparábamos con aquellos cazadores de recompensas desalmados que veíamos en las películas de la terraza Moderno. 
En aquella época los municipales estaban tan metidos en la vida de la gente que formaban parte de nuestra imaginario infantil y hasta soñábamos con ellos durante nuestras pesadillas.  Los conocíamos por sus nombres o por sus motes y eran más famosos que cualquier concejal o el mismo alcalde. No salían en la tele ni los veíamos en el cine, pero eran tan pesados, venían tantas veces a visitarnos a nuestro territorio que lo sabíamos todo de ellos y a algunos hasta les temíamos como una vara verde. 




Luis Martínez Pérez, alias ‘el Lobo’,  fue uno de aquellos municipales que le tocó vivir en la última década del Franquismo, cuando los policías tenían aún mando de verdad, cuando te podían llevar arrastrado de una oreja al cuartelillo sin salirse de las normas, cuando te daban una bofetada sin derecho a réplica. Su vida fue el cuerpo de municipales desde que en 1965 se puso el uniforme por primera vez. De aquellos inicios recuerda sus primeras multas, cuando se colocaba en la Carretera de Málaga, junto a los almacenes de salazones, y se dedicaba a parar coches para pedirles el impuesto de vehículos. 




Multar era entonces una obligación y para algunos una devoción. “Multábamos hasta por atravesar las vías del tren por la estación”, recuerda. Y era verdad. Hubo un tiempo en el que se puso de moda cruzar por las vías para ahorrarse tiempo y todo el que iba y venía hacia Ciudad Jardín acortaba el trayecto jugándose el tipo por las instalaciones del ferrocarril. 




“Castigábamos a los ciclistas, que se echaban la bicicleta al hombro y pasaban por las vías. Nosotros los esperábamos en el otro lado y les quitábamos las bicicletas. Después para poder retirarlas exigíamos que fueran sus padres a por ellas, ya que lo que pretendíamos no era sancionar, sino concienciar a la gente del peligro de aquella practica”, asegura el policía.




Eran otros tiempos, una época donde apenas había delitos importantes y las actuaciones de los municipales no iban más allá de las peleas callejeras, de los pequeños hurtos y de las infracciones de tráfico. A veces les tocaba llevarse de una taberna a alguien que había bebido más de la cuenta y no se mantenía en pie, o poner en orden en uno de los frecuentes tumultos que se organizaban en los bares del entorno de la Plaza Vieja. También hacían la ronda por las inmediación de la Rambla Obispo Orberá con la misión de descubrir a los jugadores de la llamada ‘tanganilla’, expertos trileros que engañaban a los catetos con sus bolitas movedizas. “No solíamos actuar con contundencia y muchas veces hacíamos la vista gorda. Nos dejábamos ver, ellos corrían la voz y desaparecían, y así evitábamos detenciones”, explica.




Luis era uno de aquellos policías que iban con la Ducati imponiendo la autoridad por las esquinas. Los niños, cuando escuchaban a lo lejos el ruido de las motos, echaban a correr para que no les quitaran la pelota. Eran tipos duros que obedecían órdenes estrictas y no permitían que la chiquillería pudiera estropear las calles a balonazos. Aquellos polis eran también la pesadilla de los lecheros. Iban con unos termómetros llamados ‘pesaleches’ con  los que medían la cantidad de agua que había disuelta en la leche. Cuando descubrían el fraude le decomisaban el producto y los conducían al cuartelillo para imponerles la multa establecida.  Cuando un lechero veía aparecer a un municipal era como si se encontrara delante con el mismo demonio. 




Los municipales se encargaban también de los mirones que tanta fama adquirieron debajo del puente de la Rambla. Algunos eran licenciados en voyeurismo, que visitaban con regularidad el Arresto, pero que no desistían de su vocación y seguían buscando las piernas de las muchachas por cualquier agujero. Luis Martínez recuerda que uno de los servicios más temidos por los policías de entonces era cuando tenían que subir por las cuestas de los cerros de La Chanca. En la zona de las canteras los gitanos organizaban frecuentes partidas de cartas en las que se apostaban importantes cantidades de dinero, lo que estaba totalmente prohibido. Cuando aparecían los municipales, los jugadores volaban como pájaros hasta perderse por los cerros. Otra ingrata labor para los guardias era la de ir por las calles buscando a las mujeres que echaban agua sucia en las puertas de las casas. A la que se cogían infraganti se le imponía una multa que causaba la indignación de todo el barrio, que salía a protestar contra la policía. 
 



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