El delirio llegó como nunca a las calles de esa villa fronteriza en la Navidad de 1906, cuando empezó a conocerse en el mentidero del Casino que el billete de lotería que había traído don Miguel el Vinatero, desde Alicante, con el número 34.746, había sido agraciado con el Gordo: 700 vecinos de Huércal-Overa habían resultado favorecidos con tres millones de pesetas, en el que ha sido, hasta ahora, el premio más repartido de la lotería navideña.
Y salieron ese 23 de diciembre, como movidas por un resorte, todas esas almas mundanas a las calles huercalenses, enaltecidas por los cuartos -muchos o pocos, según la participación- que les acababan de tocar.
Vino en orzas
No había entonces en ese mundo, que nos parece ahora tan arcaico, ni teléfonos para enviar mensajes a familiares, ni cámaras de televisión para grabar el champán derramándose por los labios. Lo que si hubo ese día de marras en ese pueblo, más levantino que andaluz, fue mucha excitación por la suerte cosechada, multiplicada por el vino sin tasa que se colocó en toneles callejeros, para todo aquel que quisiera libar.
El propio Miguel Agulló, que había traído los décimos celebrados y había repartido las participaciones, era de oficio comerciante de vinos y sobra decir que echó la casa por la ventana para una celebración pantagruélica de la que no se conocían antecedentes. Los más codiciosos succionaban el caldo de los barriles a los que les habían quitado la tapadera y otros lo bebían sin desmayo en vasijas, según narraciones del juez Enrique García Asensio. Los excesos del alcohol empezaron a producir desórdenes, interviniendo la Guardia Civil
Miguel Agulló Cano era un alicantino de nacimiento pero afincado desde hacía años en ese culto municipio, donde se mezclaban ganaderos y cosechadores de naranja y almendra con funcionarios de justicia y oficiales de la Audiencia de lo Criminal.
Allí, en el pueblo de Salvador Valera, había prosperado en la venta al por mayor de pellejos de Jumilla y aguardientes de La Mancha. El industrial adquirió meses antes en su tierra natal la mitad de ese número y lo repartió en participaciones, desde los 10 céntimos, entre los más humildes labriegos, hasta 35 pesetas que se quedó él mismo. Su hermano Jaime distribuyó un pellizco entre parroquianos de la vecina Cuevas. Agulló no se olvidó en este riego por aspersión de los presos de la cárcel comarcal, a los que envió cinco pesetas, ni de lo pobres a los que dio como limosna papeletas del que iba a ser el número agraciado en el bombo madrileño.
La diosa fortuna sonreía por fin a apellidos nativos y criollos por esas vecindades como Asensio, Belzunces, Parra, Oller, Navarro, Blesa o Viúdez.
En un pañuelo de seda
Una vez se apaciguó la jarana en el pueblo, salió Agulló a Alicante, junto a los principales favorecidos como Francisco Piña, Diego Parra, Rafael Ayala y Juan Ramos, a cobrar el premio y a organizar los pagos.
Sin embargo, el empresario tuvo que sufrir sinsabores y amenazas procedentes de reclamaciones que le hicieron temer por su integridad. Como primera medida de precaución, depositó el medio billete en las oficinas del Banco de España, en Alicante, recogiendo un resguardo por valor de tres millones de pesetas. Hasta que no lo hizo, no respiró tranquilo
Agulló, que había viajado con los décimos envueltos en un pañuelo de seda y cosidos a la camiseta interior, como los quintos hacían con la foto de la novia. Antes de este golpe de fortuna en Huércal-Overa, la provincia solo había conocido la suerte del Gordo de Navidad en 1896, cuando el ciego Andrés Ponce en la capital había repartido ese primer premio que se había vendido íntegro en la administración del Rostrico y que dejó en la ciudad 12 millones de reales.
Las tiendas agotaron existencias
La lluvia de perras de Huércal-Overa, que se derramó por todo el pueblo, propició que los cebaderos de los huercalenses crecieran en número de cabezas de cochinos, que las fincas de frutales ampliaran extensión y que los bazares y tiendas de tejidos de la calle Sepulcro agotaran existencias.
Pero lo que se convirtió en una fiebre con los reales de la lotería, fueron las obras para ampliar cortijos y viviendas, en tan gran escala, que el número de albañiles quedó insuficiente y tuvieron que llegar maestros alarifes y oficiales de pedanías vecinas. Al calor de la suerte puntual, se generalizó en la villa la afición a la lotería con una fe sin parangón en la provincia. En años posteriores, volvió a sonreír la suerte en el pueblo, con dos premios en 1907, de 250.000 pesetas cada uno.
El lagarto del Perdigón
Fue el principal agraciado entonces, Francisco Carmona Viúdez, un personaje que adquirió celebridad por su repetida suerte, conocido popularmente como Perdigón. Su fama adquirió un alto grado y se propagó en el pueblo, entre los más fanáticos, que el afortunado era poseedor de un lagarto de dos rabos al que hundía en ceniza para que con sus movimientos de brujería escribiera el número que iba a ser premiado.
Creíble o no, lo cierto es que las participaciones del Perdigón fueron las más solicitadas en la comarca. Pero pasaron algunas jugadas sin suerte y algunos vecinos con retranca, simularon la muerte del reptil y prepararon su entierro con una alegoría de saurio de madera construido para ello.
A la sombra de tan desmedida afición a la lotería, descrita por García Asensio, nacieron multitud de especuladores, que explotaron el vicio de jugar entre los más humildes, mediante la venta en fracciones, con comisiones de hasta el veinte por ciento por giros y anticipos de dinero.
El llanto de las campesinas
Algunas campesinas, relata la prensa de la época, llegaban a llorar como magdalenas, implorando participaciones de dos reales al Perdigón y a otros vendedores, puesto que era la única manera en la época para salir de pobres.
Y como por ensalmo, como un Sort de principios del siglo XX, volvió a tocar la lotería de Navidad en 1908 en Huércal-Overa, concretamente el segundo premio, traído también de Alicante por Juan Rosendo Sánchez.
Al año siguiente, hubo hasta quien empeñó joyas y ajuares para comprar un décimo. Se cuenta que los huercalenses llegaron a jugar ese año 300.000 pesetas de las de entonces. Pero, en esta ocasión, solo cayeron 90.000 pesetas, en el billete que había adquirido un tal Ambrosio Mena en Madrid.
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