Con nueve años y los ojos como platos por querer saber lo invistieron con un zurrón a la espalda y una honda en la mano, como al David de la Biblia. Le echaron una cartilla escolar en el bolsillo y lo soltaron en el campo a apacentar ovejas. El niño Emilico se acostumbró entonces a dormir al raso en la majada, mirando las estrellas, oliendo a espliego y recolectando las brevas más rayadas.
Emilio Zurano, que había nacido en 1857 -cuando su pueblo era aún una pedanía de Vera- , no se conformó con eso: con mirar el horizonte desde la besana de los campos de Pulpí, con labrar abriendo surcos con el arado, con gobernar el hato a fuerza de silbidos agrestes por rudas veredas y cañadas.
No, Emilio Zurano Muñoz, el hijo de unos modestos aparceros de la diputación de Benzal, no quiso ser eso (o no solo eso): un pastorcico más, de tantos que abundaban en esos pagos remotos, de celemines, haces de esparto y de tirar a costilla en los pozos mineros.
El maestro Pitero
El pastorcico pulpileño, aterido de frío o sofocado de calor, se pasaba las tardes enteras mirando las letras de la cartilla infantil como si fueran jeroglíficos; observando la figura de los números: el esbelto 7, el orondo 8, el curvado 6, sin entender absolutamente nada. Solo sabía contar ovejas haciendo palicos. Su padre le dijo que fuera a ver al tío Pitero que sabía las cuatro reglas y allí, al cortijo de este maestro rural que hacía cuerdas de pita, acudía Emilio en los ratos que el ganado sesteaba en la campiña; allí en esa humilde choza aprendió a leer y a escribir y desde entonces su vida cambió. Fue pidiendo de fiado libros y tebeos, como el que pide limosna, por todas las casas del pueblo, que devoraba con el ansia con que mordía los chuscos de pan y longaniza.
Fue creciendo Emilio, volcado en las páginas de Julio Verne o en sesudos tratados de anatomía que le prestaba el médico del pueblo. Lo mismo le daba. Leía y leía, tumbado en la hierba, entre saltamontes, desde el amanecer en que partía hasta que se perdían los últimos claros por Jaravía.
Hasta que un día, ya con 22 años, el azar puso en las manos del mozo un ejemplar de Don Quijote de la Mancha, y ya no hubo más nadie para él que las andanzas del Ingenioso hidalgo y su escudero. Tanto, que empezó a nublárserle la sesera, como al protagonista con los libros de caballería, y pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, siendo muchas las frondas de almendros, olivos e higueras que sucumbieron a la voracidad del ganado por el descuido del mayoral. Muchas reprimendas de su mayores le acarreó esa fiebre montaraz por la lectura, ese apetito insaciable por la cultura que propició que se supiera de memoria varios episodios de la obra del inmortal Manco.
Era pastor, sí, pero un pastor que empezó a escribir tímidos artículos literarios en el periódico El Horizonte de Huércal-Overa. Había llegado por esas fechas de Madrid Manuel Galdo, un prócer que había acudido al Distrito del Levante almeriense para gestionar los socorros concedidos para mitigar la horrible inundación de 1879.
Premio Extraordinario
Alguien le habló al madrileño de los prodigios del pastorcico y acudió a conocerlo al campo y allí, entre balidos, le leyó su crítica al Quijote y el patricio quedó prendado de su sabiduría asilvestrada. Se ofreció Galdo a llevarlo a Madrid y a costearle unos estudios. No lo dudó Emilio y en 1880, con 23 años, alquiló un carruaje con un tiro de mulas hasta Murcia y de allí en ferrocarril hasta la Villa y Corte. Dejaba atrás el ovejero almeriense sus días salvajes y llegaba a una casa atendida por un mayordomo con librea en el que el almeriense se encargaba de barrer y servir la mesa.
Aseguraba en sus memorias, que nadie portó el Pendón de Castilla con tanto orgullo como él la sopera y el carro de los platos de su mecenas. Se matriculó en el Instituto Cardenal Cisneros donde obtuvo el grado de bachiller con Premio Extraordinario y después se licenció en Derecho con Matrícula de Honor.
Mientras estudiaba leyes seguía siendo el recadero de su protector y todos los días, cuando sacaba la lata de basura de la casa, sus compañeros de pupitre se reían de él. “Cómo es posible que no comprendieran que a la larga el porvenir iba a ser mío, porque era hombre de voluntad” reflexionaba Emilio ante un periodista de Mundo Gráfico, en 1914.
La fábrica de chocolates
Para costearse los estudios, daba clases particulares y entre sus discípulos se contaba un nieto de Matías López, uno de los más populares empresarios de Madrid que levantó una gran industria chocolatera. En esta fábrica entró como auxiliar Zurano y a los pocos años ya era gerente. Su ascensión social en la vida madrileña ya no tuvo tregua: fue nombrado presidente del Círculo Mercantil, secretario de la Cámara de Comercio y de la Sociedad Económica Matritense.
Empezó a dar conferencias por toda España, que se llenaban de un público ahíto de escuchar las reflexiones del antiguo pastor, sobre economía, transportes, comercio (fue el primero en bosquejar una red nacional de autopistas, fue comisionado para firmar el primer tratado de libre comercio con Francia) y fue propuesto como diputado, cargo que rechazó. Después le llegó el nombramiento como Caballero de la Orden de Alfonso XII, él, que años atrás lo único que había hecho era guardar ovejas. Le premiaron por su campaña de difusión de la cultura al idear que los envoltorio del chocolate llevaran impresas crónicas de la historia de España.
La escuela de Benzal
No se olvidó de su tierra y durante 18 años costeó una escuela en su pueblo natal y ayudó a restaurar iglesias y caminos rurales. En 1928 fue nombrado Hijo Adoptivo de Pulpí, en presencia de los arqueólogos y amigos suyos Luis Siret y Juan Cuadrado Ruiz.
Pasó sus últimos días en Torrepacheco (Murcia), tierra de su mujer, hasta que falleció en 1943, con 85 años y sin hijos. Dejó escritos 19 libros sobre leyes, filosofía, agricultura, en los que siempre reflejó el valor del campo sobre la ciudad, la obsesión por la cultura y donde ponderó la voluntad como el más firme aliado en la vida.
Traslado de sus restos
En 1977, el pueblo de Pulpí consiguió permiso para trasladar a un panteón sufragado por los vecinos los restos de su paisano más preclaro: aquel Emilio Zurano, aquel pulpileño, nuestro Miguel Hernández particular, que desafió a la suerte queriendo ser algo más que un pastor de ovejas.
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