Manejaba la máquina del café sin mirarla. Podía cerrar los ojos y ‘conducir’ los mandos de la cafetera sin temor a equivocarse, con esa destreza que tenían los camareros antiguos, forjados en la férrea disciplina de la barra de un bar. Juan Sánchez Vizcaíno aprendió el oficio de la mano de su padre, Juan Sánchez Ruiz, que en los años cincuenta se quedó con el Tívoli y puso a toda la familia a trabajar. A Juan lo sacó de Almacenes Rosaflor donde estaba como empleado y le dio un cursillo intensivo de camarero. Así, sobre la marcha, a fuerza de servir cafés y churros, fue aprendiendo todos los secretos de la profesión a la que dedicó el resto de su vida.
El Tívoli era entonces uno de los lugares más frecuentados de la ciudad, sobre todo a la hora de los desayunos. Fue uno de aquellos cafés de posguerra que sobrevivieron aferrados a la vida del Paseo cuando era la avenida principal, donde estaban los negocios más importantes, donde se decidían los asuntos transcendentales de la vida cotidiana. En tiempos de escasez y de pobreza, los bares del Paseo pudieron salir adelante por su situación estratégica, siempre abiertos a los tratos comerciales, refugio permanente de los empleados de los bancos y de los dependientes de las tiendas.
El Tívoli era propiedad del empresario Pepe Jiménez, propietario de Los Espumosos, que en la posguerra quiso extender sus redes comerciales con una nueva cafetería en el centro de la ciudad. El nombre se lo puso como homenaje a su hijo, el célebre vocalista almeriense conocido como el Machín Blanco, que por aquellos años había saltado a la fama actuando en la prestigiosa sala Tívoli en Barcelona .
La cafetería la tuvo hasta los años cincuenta, cuando decidió traspasársela a su primo Juan Sánchez Ruiz, un conocido transportista de Almería que en los años de la Guerra civil vio como le quemaban los camiones. Los guardaba en una cochera de la Carretera de Granada y una mañana se los encontró hechos ceniza. Con la llegada del nuevo dueño también desembarcó en el café toda su familia. Su mujer y sus siete hijos formaron parte del Tívoli desde entonces. Cada uno se especializó en una parcela. Juan se pegó a la máquina del café y allí se pasaba las horas, despachando desayunos a media Almería. Compartía las horas con sus hermano José Luis, encargado de los churros, el camarero madrugador que antes del amanecer ya tenía el aceite hirviendo y la masa lista. En aquella época había mucha competencia y era necesario tener los churros a primera hora para no perder ningún cliente a la hora del desayuno. Los churros con chocolate eran un clásico en una época en la que la gente no se podía permitir el lujo de saber lo que era el colesterol y casi nadie sabía lo que eran los triglicéridos ni la hipertensión.
Además de los churros, la especialidad del Tívoli fue siempre su leche merengada. Se llegó a decir que era la mejor que se elaboraba en Almería y que el secreto estaba en que se hacía con leche de primera calidad. Pero además de la importancia de la materia prima el secreto estaba en el cariño con la que la hacían, la manera artesanal de ir mezclando los ingredientes en su justa medida y con la paciencia necesaria. Tomarse una leche merengada en el Tívoli llegó a ser un lujo en las tardes de verano, a esa hora en la que se retiraba el sol y el aire fresco del mar ascendía por las aceras del Paseo como una bendición.
Por las tardes, cuando ya no calentaba el sol en esa acera, las mesas que instalaban en la puerta se llenaban de clientes y a veces había que guardar cola para poder disfrutar de la leche merengada. Si en los inviernos el Tívoli vivía de los churros, el café y el chocolate caliente, en los veranos imponía la moda de la merengada y el limón granizado.
En los años de esplendor, el Tivoli llegó a tener una plantilla de quince profesionales, con dos camareros que se encargaban exclusivamente de atender los veladores de la acera. Cuando llegaba la Feria y toda Almería se echaba al Paseo y al Parque, era muy difícil encontrar un sitio libre y era tanto el movimiento que el bar no descansaba, empalmando el día con la noche. No se habían terminado de servir las últimas tazas de chocolate de la madrugada cuando había que empezar a preparar los desayunos.
Juan Sánchez Vizcaíno estuvo en el negocio hasta que echó el cierre en 1994. Cuando le llegó la jubilación, el veterano camarero siguió compartiendo los ratos libres con Paco el del Montañés y con Antonio el del kiosco Amalia, con los que organizaba grandes tertulias de fútbol.
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