Detrás de la antigua fábrica de azúcar conocida como el ingenio de Monserrat, en una zona de vega pegada al río Andarax, entre la barriada de Los Molinos de Viento y el Mamí, existía un paraje cubierto de árboles frondosos y fértiles huertas donde destacaba el cortijo conocido como Molino de Puche. A finales del siglo diecinueve el lugar llegó a tener, además de una intensa actividad agrícola, un importante almacén de madera que surtía a los constructores de la ciudad. Por aquel tiempo la finca era propiedad del ilustre farmacéutico almeriense don Juan Vivas Pérez. Era su finca de recreo y a la vez poseía grandes extensiones en cultivo que se nutrían con el agua de la fuente de la ciudad que atravesaba aquellos parajes.
El paso del tiempo fue cambiando la fisonomía de todos aquellos escenarios junto al río. La paulatina desaparición de la vega a partir de la segunda mitad del siglo pasado, con el consiguiente abandono de los cortijos y de los terrenos hicieron que muchos de aquellos lugares se convirtieran en espacios yermos, propicios para acometer la expansión urbanística de la ciudad hacia levante. Allí, sobre el solar del cortijo Molino del Puche, nació, hace cuarenta años, uno de los grandes suburbios de Almería. Desde su gestación, el conocido como barrio de el Puche ha estado lejos de todo, ajeno a los caminos del progreso, al margen de la prosperidad que marcaron los últimos edificios donde la ciudad extendió las redes de la especulación y cada metro de suelo se vendió como si formara parte del mismo paraíso. Sólo hay que avanzar unos pasos al sur para encontrarse con los nuevos núcleos residencias que nacieron a la sombra del Estadio de los Juegos del Mediterráneo, zonas de lujo que parecen estar tan cerca, pero que en realidad quedan en otro mundo, muy lejos de un barrio que siempre estuvo acorralado por el río, por las vías del ferrocarril, por la carretera de Níjar, por su propia historia. Porque el Puche nació con vocación de gueto, de barrio desarraigado, de zona de acogida donde todos llegaban de paso, huyendo de otras miserias. Siempre fue un lugar de exilio, primero de la gente que un día perdió sus casas por las inundaciones, y ahora de los miles de magrebíes que pueblan sus viviendas y forman la mitad de su población.
Hace cuarenta que empezaron a llegar los primeros habitantes. Eran familias que venían de los barrios más antiguos de la ciudad, gente con una historia muy ligada a su entorno, y a las que le costó media vida tener que abandonar sus calles, sus plazas, sus pequeñas casas, sus cuevas. Muchos llegaron llorando porque lo habían perdido todo por el temporal que azotó a la ciudad en las primeras semanas de enero de 1970.
Para atender a todas las familias afectadas por el temporal, el Instituto Nacional de la Vivienda adquirió, por veinte millones de pesetas, la finca conocida como ‘Cortijo Puche’, con una extensión superficial de 213.810 metros cuadrados. El proyecto contemplaba la construcción de un área residencial destinado a recoger a todas las personas que se habían quedado sin hogar y a aquellas familias que seguían viviendo en condiciones de miseria, víctimas del chabolismo que continuaba latente en los suburbios de Almería. En mayo de 1971 comenzaron las obras y en enero de 1976 ya estaban terminadas. Se construyeron 495 viviendas de una sola planta, que costaron 163 millones de pesetas, y 500 viviendas de cuatro plantas por 111 millones. Además, se acometieron importantes obras de acondicionamiento para evitar que las crecidas del río Andarax pudieran anegar las calles del nuevo barrio.
Los primeros pobladores de El Puche procedían de las cuevas de La Chanca, del Barrio Alto y del antiguo Patio del Diezmo. Todos llegaron de forma accidental. Ninguno invirtió allí, no desembarcaron por su propia voluntad, sino que se vieron obligados a habitar aquel lugar destinado a gueto, cuando la mayoría hubiera preferido tener la oportunidad de seguir viviendo en sus barrios de siempre, donde habían nacido y donde antes lo habían hecho sus padres. Fue un éxodo forzoso que marcó la vida del lugar y le proporcionó ese carácter de desarraigo que sigue teniendo en la actualidad. Eran familias pobres, perseguidas en su mayoría por el fantasma del paro y con escasos recursos para prosperar, por lo que no tardó en convertirse en un asentamiento marginal, muy castigado por el desempleo, el absentismo escolar, y por la droga y la delincuencia que azotó con especial crudeza el barrio en aquellos primeros años de la Transición.
En estos cuarenta años de existencia, el barrio de el Puche no ha podido desprenderse del cartel de zona problemática que le acompaña como una sombra desde su gestación. Tampoco de ese destino de lugar de exilio permanente que antes le dieron los afectados por las lluvias torrenciales y hoy día le dan los magrebíes que pueblan sus casas, formando un rotundo mestizaje con payos y gitanos.
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